Andaba
yo ayer por la mañana por esos montes de Dios. Está esta primavera todo muy
verde, de un verde nuevo y limpio. Hay flores por todas partes, cubriendo la tierra en muchos rincones a modo de espléndidos tapices.
Había
llovido por la noche y el viento, algo fuerte, secaba suavemente el suelo y las plantas. Los trinos de los pájaros creaban junto con el silencio y el canto del poniente en pinos, almendros
y olivos, un sereno concierto.
Hacia
media mañana volvió a llover. El cielo, muy azul, quedó momentáneamente cubierto
por una oscura nube gris que me regaló un delicioso chubasco. No fue largo pero
me mojó todo, y dejé que me mojara. Sentir la lluvia en la piel un día tibio es
todo un placer. El campo, que ya olía bien, intensificó su aroma. El paisaje se
difuminó un punto y luego, cuando tan rápido como vino, la nube gris pasó y
volvió el sol y el cielo azul, el momento fue mágico.
Y
entonces me acordé de ese texto de Platero y yo, (capítulo XXV) en el que Juan
Ramón Jiménez goza también, intensamente, de una mañana de primavera. Dice así
¡Cómo
está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de oro;
mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa—ya
dentro, ya fuera—, en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en
estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece
que estuviéramos dentro de un gran panal de luz, que fuese el interior de una
inmensa y cálida rosa encendida.
El
panal de luz, la rosa encendida, se hicieron tan reales, tan presentes que me
estremecí envuelto por ese hervidero de vida sana y nueva del que yo tenía el
privilegio de participar en aquel momento.
Y le
di gracias a Dios.
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