El
Día de la Madre es, a veces, ñoño. A veces muy ñoño. Ñoñísimo. Y es una lástima
porque si hay algo que está en las antípodas de la ñoñería es una madre. La
concepción, el embarazo, el parto y ese segundo parto, a menudo más doloroso
que el primero, que supone entregar el niño al mundo mientras va dejando de ser
niño, tiene bien poco de ñoño. Luego, a veces, el reconocimiento de la entrega
de toda una vida. Otras veces, el olvido…
Por
eso, huyendo de la ñoñería, en este Día de la Madre, os propongo una aventura literaria seria, honda,
impresionante. Voy a compartir un poema largo, muy largo, de Dámaso Alonso. Está en su libro, Hijos de la Ira, y se titula La Madre.
Atreveos
con él. Como la buena poesía hay que leerla muchas veces. Quizá tras la primera
lectura entendamos poco. Volvedla a leer. Entrad en ella. No os preocupéis
tanto de entender cada verso como de dejaros arrastrar por el torbellino de
imágenes en el que os sumergiréis. Y sentid, sentid.
El
poeta le habla a su madre, ya mayor, y sueña que ella es una niña, y él un
niño, un amigo, o quizá su hermano pequeño, y juntos se sumergen en el río, andan
por la ribera, van al colegio, caminan por el bosque… Y en esa complicidad de
la infancia gozan el uno del otro, se hacen confidencias, como cuando el hijo
le dice, "víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo hostil, de mi
egoísmo de hombre, de mis palabras duras".
Y
cuando al fin, la madre duerma, el hijo le dirá, "Madre, no temas. Dulcemente
arrullada, dormirás en el bosque el más profundo sueño. Espérame en tu sueño.
Espera allí a tu hijo, madre mía."
No
me digas
que
estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que
se te han caído los dientes,
que
ya no puedes con tus pobres remos hinchados,
deformados
por el veneno del reuma.
No
importa, madre, no importa.
Tú
eres siempre joven,
eres
una niña,
tienes
once años.
Oh,
sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña.
Y
verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas,
en
esas aguas poderosas,
que
te han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete,
nada a contracorriente, cierra los ojos,
y
cuando llegues, espera allí a tu hijo.
Porque
yo también voy a sumergirme en mi niñez
antigua,
pero
las aguas que tengo que remontar hasta casi
la
fuente,
son
mucho más poderosas, son aguas turbias, como
teñidas
de sangre.
Óyelas,
desde tu sueño, cómo rugen,
cómo
quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre
del nadador que somorguja y bucea en ese
mar
salobre de la memoria!
...
Ya ves: ya hemos llegado.
¿No
es una maravilla que los dos hayamos arribado
a
esta prodigiosa ribera de nuestra infancia?
Sí,
así es como a veces fondean un mismo día en
el
puerto de Singapur dos naves,
y la
una viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así
hemos llegado los dos, ahora, juntos.
Y
ésta es la única realidad, la única maravillosa
realidad:
que
tú eres una niña y que yo soy un niño.
¿Lo
ves, madre?
No
se te olvide nunca que todo lo demás es mentira,
que
esto solo es verdad, la única verdad.
Verdad,
tu trenza muy apretada, como la de esas niñas
acabaditas
de peinar ahora,
tu
trenza, en la que se marcan tan bien los brillantes
lóbulos
del trenzado,
tu
trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un
pequeño
lacito rojo;
verdad,
tus medias azules, anilladas de blanco, y las
puntillas
de los pantalones que te asoman por
debajo
de la falda;
verdad
tu carita alegre, un poco enrojecida, y la
tristeza
de tus ojos.
(Ah,
¿por qué está siempre la tristeza en el fondo
de
la alegría?)
¿Y a
dónde vas ahora? ¿Vas camino del colegio?
Ah,
niña mía, madre,
yo,
niño también, un poco mayor, iré a tu lado,
te
serviré de guía,
te
defenderé galantemente de todas las brutalidades
de
mis compañeros,
te
buscaré flores,
me
subiré a las tapias para cogerte las moras más
negras,
las más llenas de jugo,
te
buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como
un
choque de campanitas de plata.
¡Qué
felices los dos, a orillas del río, ahora que va a
ser
el verano!
A
nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van
saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es
como un hilo continuo de ranas verdes,
que
fuera repulgando la orilla, hilvanando la orilla
con
el río.
¡Oh
qué felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves:
todavía hay rocío de la noche; llevamos los
zapatos
llenos de deslumbrantes gotitas.
¿O
es que prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí,
lo prefieres.
Seré
tu hermanito menor, niña mía, hermana mía,
madre
mía.
¡Es
tan fácil!
Nos
pararemos un momento en medio del camino,
para
que tú me subas los pantalones,
y
para que me suenes las narices, que me hace mucha
falta
(porque
estoy llorando; sí, porque ahora estoy llorando).
No.
No debo llorar, porque estamos en el bosque.
Tú
ya conoces las delicias del bosque (las conoces
por
los cuentos,
porque
tú nunca has debido estar en un bosque,
o
por lo menos no has estado nunca en esta deliciosa
soledad,
con tu hermanito).
Mira,
esa llama rubia que velocísimamente repiquetea
las
ramas de los pinos,
esa
llama que como un rayo se deja caer al suelo,
y
que ahora de un bote salta a mi hombro,
no
es fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No
toques, no toques ese joyel, no toques esos diamantes!
¡Qué
luces de fuego dan, del verde más puro, del
tristísimo
y virginal amarillo, del blanco creador,
del
más hiriente blanco!
¡No,
no lo toques!: es una tela de araña, cuajada de
gotas
de rocío.
Y
esa sensación que ahora tienes de una ausencia
invisible,
como una bella tristeza, ese acompasado
y
ligerísimo rumor de pies lejanos, ese vacío,
ese presentimiento súbito del
bosque,
es
la fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas
en
huida?
¡Las
maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca
te
las podría enseñar todas, tendríamos
para
toda una vida...
...
para toda una vida. He mirado, de pronto, y he
visto
tu bello rostro lleno de arrugas,
el
torpor de tus queridas manos deformadas,
y
tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre
mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive,
víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo
hostil,
de mi egoísmo de hombre, de mis
palabras
duras.
Duerme
ligeramente en ese bosque prodigioso de tu
inocencia,
en
ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi
llanto.
Oye,
oye allí siempre cómo te silba las tonadas nuevas
tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el
sueño.
No
tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño
cándido
se te hará de repente más profundo y
más
nítido.
Siempre
en el bosque de la primera mañana, siempre
en
el bosque nuestro.
Pero
ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces
llamas,
llamitas de verdad;
y
las telas de araña, celestes pedrerías;
y la
huida de corzas, la fuga secular de las estrellas
a la
busca de Dios.
Y yo
te seguiré arrullando el sueño oscuro, te
seguiré
cantando.
Tú
oirás la oculta música, la música que rige el
universo.
Y
allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo
quien
la envía. Tal vez sea verdad: que un corazón
es
lo que mueve el mundo.
Madre,
no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en
el
bosque el más profundo sueño.
Espérame
en tu sueño. Espera allí a tu hijo,
madre mía.
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