Don
Quijote, el hidalgo manchego, castellano y español hasta las cachas, enloquece
de tanto leer libros de caballerías, y acaba creyéndose caballero con la alta
misión de “desfacer agravios, enderezar entuertos y proteger doncellas”. Y en
su locura, sale al mundo a cumplir su cometido con una verdad en el corazón que
le da fuerza, que su señora Dulcinea del Toboso es la más hermosa dama que en
el mundo hay.
Don
Quijote, gracias a una bien orquestada farsa, cae derrotado en Barcelona. Y allí,
maltrecho y abatido, le dice a su vencedor que el no haber sabido defender su
verdad, no significa que no sea la verdad; que consume pues su victoria y le quite
la vida, pues no es merecedor de ella.
Una
farsa para acabar con una hermosa locura. Me da miedo escribir estas líneas.
¿Sabéis por dónde voy? ¿No es, después de todo, la historia de España, España
misma, el bueno de Alonso Quijano en su locura? Llena de contradicciones, como
toda locura, pero hermosa por la grandeza de sus gestas, por la honestidad de
sus intenciones; y terriblemente dolorosa por sus muchos errores, y por su angustiosa incapacidad de asumirlos y superarlos.
Y es
Dulcinea el sueño de asumir y superar, por fin, nuestra historia; el sueño de
convivir unidos en nuestra magnífica diversidad; el sueño de sentirnos
orgullosos de nuestras grandezas, que las hay, y de reconocer con humildad y sencillez
nuestros muchos errores; el sueño de mirar al futuro sin complejos. Esta es
nuestra hermosa Dulcinea, aunque quizá no sea tal, sino una vulgar campesina…
No
creo que Cervantes tuviera intención alguna de predecir el futuro. Ni quiero
que lo que puede parecer una siniestra predicción lo sea. Pero como ya he
dicho, me da miedo, siento escalofríos, cuando en la obra cumbre de nuestra
literatura, el más alto, noble y digno español, loco por tanto, cae derrotado
precisamente en Barcelona. Y es por una farsa por lo que es derrotado. ¡Por una
farsa!
No sé.
Esto es tan solo un pensamiento. Un pensamiento inquietante que desde hace
mucho tiempo me ronda como una nube de tormenta, de una tormenta que no acaba
de estallar, pero que está ahí, amenazando.
Deseo
con todo mi corazón que El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, aparte
de ser la obra inmensa que es, no sea también un libro profético.
No quiero escribir más sobre esto, al menos de momento. Podría hacerlo, internándome sobrecogido en
un alucinante universo de paralelismos y coincidencias entre el Quijote, y
nuestra historia, nuestro presente y nuestro futuro. Pero prefiero que quien
lea estas líneas piense, medite, llegue a sus conclusiones personales…
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