El
éxito rotundo de Rafa Nadal, éxito por el que me alegro, nos ha hecho olvidar
el culebrón que se montó por ese otro tenista, el primero del mundo, decían,
que no se había vacunado y no quería hacerlo, parece ser.
Afortunadamente
las cosas acabaron como tenían que acabar. Nadie está por encima de la ley,
pero parece ser que había quien pretendía que eso no fuera así, y liaron bien
el asunto abriendo un debate a nivel internacional muy digno de ser analizado.
Y eso
es lo que muy brevemente voy a hacer, porque creo que en realidad no hay mucha
tela que cortar. Somos los humanos perdidamente idólatras, ese el meollo de la
cuestión.
Muy
fácilmente elevamos a la categoría de dioses a determinadas personas que serán
muy buenas en lo suyo, no lo dudo, pero que no por eso dejan de ser personas. Y
claro, los dioses están por encima de la ley, por encima del bien y del mal,
por encima de los mortales, la inmensa mayoría, que no han sido elevados a tal
categoría; y deben ser adorados como tales.
Hay
ámbitos donde esta tendencia a fabricar ídolos está muy arraigada. El deporte,
el cine, la música, la política en menor medida salvo excepciones, son siempre
terreno abonado para la idolatría.
Y el
resultado siempre es nefasto. Para el ídolo que si se lo cree y se endiosa acaba
rompiéndose y haciendo el ridículo, y para sus adoradores, cuyas vidas acaban en
patéticas conductas y sin nada entre las manos, porque aquel al que adoraban,
en el fondo, no era ni más ni mejor que ellos.
Solo
hay un Dios, y si uno es ateo, ninguno. Pero ¡ojo! ninguno. El pueblo de
Israel, ante la tardanza de Moisés, fabrica un becerro de oro, y lo adora. Es
lo que hacemos ahora una y mil veces. Mucha gente, ante la ausencia de Dios en
sus vidas fabrica becerros de oro, y los adora.
Sí,
puede ser difícil creer en un Dios al que no vemos, envuelto a menudo en
nieblas impenetrables y dolorosas contradicciones creadas por nosotros mismos;
pero no lo es menos ser ateo de verdad, no un idólatra que dice que no cree en
Dios, pero si cree en la superioridad absoluta de personas como él cuya
grandeza estriba en jugar muy bien al tenis o al fútbol, en ser muy buen actor
o director, en llenar estadios cantando, o en arrastrar países enteros a una
supuesta guerra justa.
Esperaba
el desenlace de esta historia no sin cierta inquietud, porque si el gobierno
australiano claudicaba ante Djokovic, hubiera sido una vergüenza, un imperdonable acto de idolatría.
Menos mal que no fue así.
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