Me
contaba una amiga una anécdota que sucedió no hace mucho en el colegio donde
trabaja. La comparto porque no solo es divertida, sino que también hace pensar,
y además es bonita.
Un
numeroso grupo de alumnos de sexto de primaria estaba celebrando la eucaristía
con sus profesores. El sacerdote, tras leer la parábola del buen samaritano,
les explicaba su significado subrayando lo que Jesús nos quería trasmitir con
aquellas palabras.
Los
niños escuchaban en un más que aceptable silencio. En un momento en que por
algún motivo aquel silencio se hizo más profundo, un chavalín de educación
especial, a voz en grito, y convencido de lo que decía soltó, ¡Jesucristo es la
polla!
Se oyó
perfectamente en toda la iglesia. No hubo risas. Algún murmullo, miradas, sonrisas.
Por la forma de decirlo, su expresión al hacerlo y cómo se quedó después, era
evidente que le había salido de lo más hondo de sí mismo, quizá incluso sin
darse cuenta. Y que hablaba en serio.
Era el
grito de alabanza a Dios de un niño que desde su inocencia y sus muchas
limitaciones, reconocía la grandeza de Jesús, se admiraba de ella, y lo
proclamaba a su manera, a voz en grito, en medio de sus compañeros y
profesores.
Cuando
me contó esto mi amiga no pude menos que acordarme de aquel pasaje del
Evangelio en el que se nos dice que si no nos hacemos como niños, no entraremos
en el Reino de los Cielos.
Como
aquel niño.
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