Sucedió
este pasado verano y me quedé con ganas de haber intervenido de alguna forma,
pero me enteré de lo acaecido demasiado tarde.
Hay
una pequeña tiendecita abarrotada de artículos de regalo, mapas, libros y demás
objetos propios de un balneario de montaña. La atiende un hombre, supongo que
el dueño, echando ya a mayor que, tras el minúsculo mostrador se gana el pan de
cada día.
Entré
con Isabel pero me salí enseguida, dedicándome a contemplar los altos y
familiares riscos que nos rodeaban. Ya había
dentro una familia y, como he dicho, la tienda es muy pequeñita. Al ratito
salió la madre y poco después el padre con un niño pequeño. Vi luego cómo tras
unas palabras entre ambos, la madre volvió a la tienda con paso decidido, lo
que hizo que centrara en ella mi atención, y se encaró desde la puerta con el
señor de la tienda señalándole con el dedo enhiesto y acusador diciéndole de
malas maneras algo que no logré escuchar.
Cuando
un ratito después salió Isabel con algo que le había comprado a este hombre,
por pena, pues no nos hacía ninguna falta, le pregunté qué había pasado.
Me
indigné.
El
niño en cuestión, unos seis o siete años, estuvo toqueteando todo lo que había en la
tienda; algunas cosas eran frágiles. Desde el mostrador el señor veía e iba
poniéndose nervioso. El papá dejaba hacer hasta que, en una de esas, la
criatura provocó un pequeño alud de objetos varios. Nada se rompió, y fue el
argumento que utilizó el padre para justificar a su hijo cuando el dueño,
con
un mal disimulado enfado, les dijo que por favor llevaran cuidado.
Lo que sucedió después es de imaginar. El papá le diría a la mamá que ese "malvado" señor había reñido a su hijo, y la mamá, ni corta ni perezosa, se dirigió otra vez a la tienda a increpar con muy malos modos, eso sí lo vi, al pobre hombre. Lo que le dijo lo oyó Isabel y fue algo así como que tenía que comprender que era un niño y que esas no eran formas de dirigirse a tan "tierno infante".
Y se fue, la muy clueca, toda digna. Con la
satisfacción del deber cumplido.
Cuando
supe ya todo lo sucedido me entraron ganas de volver a la tienda y decirle algo
a aquel hombre, pero no me decidí. Algo así como, mire usted, siento lo
sucedido, he trabajado toda mi vida en educación y puedo decirle que esa señora
es imbécil y, no lo dude, pagará cara su imbecilidad, hasta el último céntimo.
Pensé también en el niño que aprendía de esa forma que puede hacer lo que le venga en gana aunque tenga consecuencias, porque papá y mamá lo defenderán siempre. El papá tenía que haber advertido al niño. Cuando pasó lo que pasó, haberle regañado en la tienda. Y cuando se lo contaron a la mamá, esta tendría que haberle regañado más. Y por supuesto, el papá debía haber pedido disculpas al señor de la tienda. Eso es educar.
También pensé en el colegio al que vaya el niño. Pobres de los profesores que tengan que intentar educar a tan "sensible criatura", porque a ver quién es el guapo que levanta la voz a ese niño por gorda que sea la trastada. Nos mandan a la guerra con escobas, dice un compañero mío. El "enemigo" lleva armas de verdad.
Y
pensé también en lo que le dijo a su padre al llegar a casa ese chaval quinceañero
al ver cómo sus amiguetes, para defender a uno de ellos que había hecho una peligrosa gamberrada, mentían acusando a un guarda de seguridad de una agresión que no
fue tal.
Dijo,
“este país se va a la mierda”.
233 litros en 375 días.
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