Este
pino está en un valle de los Pirineos. Muchas veces he pasado junto a él, pues vive
cerca del sendero. Y digo vive con toda la profundidad de la palabra.
A más
de 2000 metros, solo, enraizado en una roca, soporta el calor del verano y el
frío del invierno, lluvias y nevadas, vientos y ventiscas… Y ahí sigue, año
tras año. Solo un rayo podría matarlo, o quizá no, quizá lo dejara maltrecho,
mutilado, pero seguiría viviendo.
Cada
vez que paso junto él me alegro de volver a verle un año más. Por él y por mí.
Porque este pino, desde que caí en la cuenta de su existencia hace mucho
tiempo, me ha hablado siempre de la fuerza de la vida y del origen de esta
fuerza.
En un
entorno duro, hostil, sobrevive. Porque ese entorno es su entorno. Y ahí está
la clave, el origen de la fuerza que lo mantiene vivo sobre su roca, frente al
cielo, ora plácido y benigno, ora tempestuoso y brutal. Está en su sitio.
Y
pienso cuando lo veo que eso mismo nos pasa a las personas. Cuando estamos
donde queremos y debemos estar no hay temporal que nos derribe. El desarraigo
nos debilita, nos hace más vulnerables de lo que ya somos.
El
pino vive en su roca, su cielo, su valle, sus montañas, rodeado de sus plantas
y animales… Nosotros debemos encontrar y cuidar nuestra roca, nuestro cielo,
nuestro valle, nuestras montañas, las plantas y animales que nos rodean…
Habremos
de preguntarnos qué es nuestra roca, nuestro cielo, nuestro valle, nuestras
montañas, quiénes son las plantas y animales que nos rodean…, y cuidarlo,
porque en ello nos va la vida.
Esta
es la reflexión que me regala ese pino solitario del valle de Lliterola.
183 litros en 357 días.
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