Andando
un día de estos por la sierra, poco después de dejar atrás el pueblo que había
cruzado, me encontré con este cuadro que veis en la foto.
Discurría
el camino entre huertos, bien cuidados unos, otros ya abandonados, y una
frondosa vegetación que arropaba a un minúsculo arroyo. El pueblo y la
carretera no quedaba lejos, pero el pequeño barranco que ya me separaba de él
hacía de barrera para el ruido que llegaba apagado.
Ascendía
poco a poco cuando tras una curva apareció el espectáculo. Primero me llamó la
atención el impresionante olivo que veis. Su tronco es toda una escultura
tallada a lo largo de los siglos por la naturaleza. Su copa se veía sana y bien
formada. Todo un señor olivo digno de respeto y admiración.
Lo
contemplaba sin prisa, bien merecía un alto en el camino, cuando reparé en las
dos sillas que a su sombra invitaban al descanso. Miraban hacia el huerto que
había al otro lado del camino.
Nunca
había pasado por allí y me senté, no en las sillas, un ratito a contemplar. Y a
imaginar… Porque aquello lo merecía.
Había
paz; esa mezcla de voces, golpes, motores, máquinas que llamamos, o al menos yo
llamo ruido, sonaba lejano, aunque su origen estaba cerca. Se escuchaba más un
viento suave en las copas de los árboles.
No me
fue difícil ver con los ojos de mi imaginación a dos abueletes, sentados en las
sillas, contemplando su huerto a la sombra del olivo. O al abuelo con su nieto
al que ha llevado allí de excursión mientras le cuenta historias que se
perderán con él.
Y
pensaba también que llegar hasta allí, no está lejos del pueblo pero el camino
sube, sentarse y charlar con el amigo, o con el nieto, puede ser una de las últimas
cosas que dé sentido a su vida.
No, no
me senté yo en las sillas. Me merecía aquel lugar demasiado respeto y me
hubiera sentido como un intruso. Pues aun no habiendo nadie ni nada que me
impidiera hacerlo, en aquel rincón umbrío, pacífico y bellísimo sentí una
presencia a la que no quise importunar.
Y
feliz por el encuentro continué mi camino.
219 litros en 372 días.
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