Llegué
este verano con un amigo a lo alto de una montaña del Pirineo. Era muy
temprano, estábamos solos. Y como tengo costumbre desde hace años, instalé
alrededor del hito de la cima unas banderitas de oración, de esas que ponen en
el Himalaya y actualmente en muchas de las cordilleras del mundo. El ondear de
las banderas y sus colores recortándose contra el cielo y el horizonte
circundante queda realmente muy bonito. Pero para mí el asunto no va más allá de
lo estético de la composición.
Un ratito
después llegaron dos parejas de mediana edad y tras saludarnos y hacerse fotos
con mis banderitas, comentaron entre ellos algo así como que esto sí está bien,
y no tanta cruz como hay por todas partes. Uno de ellos remató diciendo que
lamentablemente aún tendremos cruces para rato.
He de
reconocer que los comentarios me dolieron más de lo que me imaginaba. No dije
nada, claro, retiré mis banderitas e iniciamos el descenso. Y pensé mientras
perdíamos altura por una hermosa cresta, que el Día del Cristo sería una buena
ocasión para compartir lo acaecido.
Porque
sí, aún tendremos cruces para rato en mil sitios, y cómo no en las cumbres de
muchas montañas, como desde hace cientos de años, como desde que una Cruz
cambió la historia de la humanidad y le dio un sentido.
Y me
supo mal por aquella gente. Porque eran víctimas de esa extraña costumbre muy
nuestra de harakiri cultural, de despreciar lo nuestro acogiendo fervorosamente
lo foráneo, porque las cruces en montañas, caminos, collados, pueblos, plazas y
calles tienen una relevancia histórica y cultural, y a menudo estética que va
más allá de lo religioso. Y negar su importancia, o incluso desear su
eliminación es empobrecer nuestra cultura arrancándola de sus raíces.
Y
también me supo mal, peor aún, esa vehemencia contenida contra las cruces que
evidenciaba un desprecio, incluso una animadversión de aquella gente por la fe,
porque solo ellos sabrán por qué, se privan, o los han privado, o ambas cosas,
de la mejor noticia que los hombres podemos escuchar, que esas cruces que
deseaban no volver a ver, son el símbolo de la Cruz que les salva, también a ellos, del vacío y
el sinsentido de un mundo sin horizonte y sin mañana.
Esa
cruz que anclada en la tierra apunta al cielo nos abre el futuro de par en par,
dando pleno sentido a la historia que sin ella se perdería en el vasto vacío de
la nada. Y a nuestras vidas.
Esa es
la Cruz que exaltamos hoy.
¡Feliz
Día del Cristo!
219 litros en 368 días.
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