Ahora, en
estos momentos, a las ocho de la tarde del veintiocho de febrero del 2013,
Benedicto XVI, deja de ser Papa.
Y se ha ido
dando muchas veces las gracias, y diciéndonos que ya no es más que un peregrino
que va a recorrer el camino que le quede en esta tierra, en oración y en meditación
por la Iglesia
y el mundo.
No tengo, no
tenemos nadie, perspectiva histórica para entender y apreciar cabalmente la
profundidad de lo que está sucediendo, ni las consecuencias que tendrá, pero
estoy convencido que las tendrá, y buenas, entre otras muchas cosas que ahora
se nos escapan, porque Joseph Ratzinger, con su decisión, ha puesto el dedo en
una de las llagas más sangrantes de nuestro mundo: la del poder, la autoridad no ejercida como servicio, que es lo único que la legitima. El poder pese a quien pese, caiga quien caiga, más allá de
lo razonable, más allá de lo soportable.
No es una
rendición, no. Es un acto de suprema coherencia. La autoridad como servicio a los demás. Y si ese servicio no puede ser ya el que los demás necesitan,
por las limitaciones humanas reconocidas y asumidas, humildemente me retiro; es
lo que nos ha dicho, es lo que ha hecho.
Gracias
Santidad.
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