La competición, la victoria, los
triunfadores, el podium, el reconocimiento, los aplausos… ¡qué placer! Es este el motor que nos mueve
muchas veces en nuestra vida, a veces sin darnos cuenta, otras de un modo muy
explícito. En el deporte, evidentemente, pero también en nuestra vida laboral y
social, la búsqueda del éxito es el fuego que alimenta la lucha que esta
búsqueda nos exige.
Y me parece muy bien. Lo veo algo
muy humano y muy respetable. Incluso diría que necesario para el progreso
personal y social.
Otra cosa es saber qué va a ser para
mí triunfar, y qué armas voy a utilizar en la inevitable lucha para ello. Esto
ya es harina de otro costal; pero no voy a ir por aquí en este artículo.
Me encamino por otra senda. La de la
derrota, la del fracaso, la del que tras larga y dura pelea, dice “ya no más,
me rindo”, “¡basta ya!”.
Esto es lo que reivindico en este
artículo: el derecho a rendirse. Y lo reivindico frente a los discursos
bonitos y las frases lapidarias que, con ese toque de adolescencia perpetua,
nos dicen ¡rendirse, jamás!
Pienso que cuando alguien ha entregado, durante
largos años, lo mejor de sí mismo, en una lucha por conseguir algo legítimo, y cuando,
quizá ya cerca de la meta (en ocasiones el triunfo es simplemente llegar a la
meta), exhausto, cansado de la rudeza del combate, sigue recibiendo golpes, y
se encuentra ya sin fuerzas para aguantar uno más, ya sin fuerzas, y se rinde,
debe ser respetado. Porque no es cobardía. Es reconocimiento de sus propias
limitaciones. Reconocimiento de su propia fragilidad.
Y esto, debe ser respetado. Y tanto más respetado si
las armas utilizadas en el combate han sido las debidas, y la meta por la que se ha peleado era poder acabar en paz el camino iniciado muchos años atrás. Y el podium, algún que otro “gracias” sincero.
No más.
Pero ¿sabéis lo que pienso? Que aunque el éxito nos
alegra, no nos lleva necesariamente a la felicidad, y aunque al rendirnos, la
derrota, nos entristece, es a menudo un camino hacia la Luz ; es, en cristiano, un
camino a la Cruz.
Y llegados aquí, al margen ya del camino, habiendo
tirado la toalla, en la soledad de la derrota, acompañado por los pocos que
acompañan al vencido, sólo quedará decir despacio, con R. Tagore: ¡no sea yo tan cobarde, Señor, que quiera tu
misericordia en mi triunfo, sino tu mano apretada en mi fracaso!
Tristeza sí, pero tristeza preñada de esperanza.
Esperanza de nuevos caminos, nuevos combates. Porque, después de todo, la única
pelea en la que no podemos rendirnos jamás es la de la vida.
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