Tiempos inciertos, días confusos. Las palabras,
nuestras palabras, parecen estar de sobra. Porque ni aquí, ni allá; ni cerca, ni
lejos; ni dentro, ni fuera, parecen servir de nada. Y te arrepientes de algunas palabras dichas. Mejor el silencio. Quizá deberíamos callar todos para empezar
a escucharnos.
Y desde ese silencio, en un crepúsculo como éste clamar: Escúchame Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. Y ya en
la noche, dejarnos arropar por la respuesta: Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.
Escúchame, Señor, que te
llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón: «Buscad
mi rostro.»
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu
siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me
abandones,
Dios de mi salvación.
Si mi padre y mi madre me
abandonan,
el Señor me recogerá.
Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana,
porque tengo enemigos.
No me entregues a la saña de
mi adversario,
porque se levantan contra mí
testigos falsos,
que respiran violencia.
Espero gozar de la dicha del
Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el
Señor.
Salmo 26.
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