Valencia.
Un día cualquiera por la tarde. Dos chavales de 14 años, con sus móviles, ¡cómo
no! y una bici, pasean tranquilamente. Alguien parece que les sigue, también
menor de edad posiblemente. En un momento determinado, no hay nadie por los
alrededores, les corta el paso, les enseña una navaja y les pide móviles y
bici. Ve los móviles. No los quiere. Coge la bici, casi nueva. Cuando se la
lleva, les mira y se ríe en su cara. El dueño de la bici, por la noche, decía a
sus padres que no podía olvidar aquella cara riéndose. No podía dormir. Bici
habrá otra, pero aquella cara riéndose…
Cuando
me contaron esto tuve una fantasía justiciera. Que alguien hubiera visto la
escena, hubiera intervenido, le hubiera dado al individuo una samanta de palos
que lo hubiera dejado una semanita en el hospital, lo que le hubiera cortado la
risa de cuajo, y que luego, el alcalde de la ciudad, a este justiciero, le
hubiera dado la medalla al mérito civil, y al otro, en cuanto tuviera el alta médica,
le echaran unos añitos a la sombra.
Fantasía
nacida al calor de la indignación y de la rabia, porque estas cosas a mí me dan
rabia y me indignan. Pero fantasía. Y aunque reconozco que el cumplimiento de
esa fantasía es lo que me pide el cuerpo, sé que no es lo que se debe hacer, sé
que no es el camino.
Pero tampoco es el camino que pase lo que he narrado y que
vuelva a pasar una y otra vez, porque estoy casi seguro que lo que hizo ese
desgraciado no era la primera vez que lo hacía, ni será la última, aunque lo
detenga la policía. Él sabe que estará pronto en la calle para seguir su faena;
y más si es menor de edad. A lo mejor hasta la policía lo conoce. Pero no tiene
miedo, por eso se reía. Y además sabe que, haga lo que haga y como lo haga, tiene
todos los derechos del mundo, cosa que no me parece mal.
Pero,
¿y el derecho de estos chavales a andar por la calle tranquilos y en paz? Algo
muy importante falla. Y no es la policía, ni los jueces. Son los políticos que
hacen las leyes desde su torre de marfil. Son los políticos que tienen la
obligación de proteger a los ciudadanos que han renunciado a hacer justicia por
su cuenta para que el estado la haga, según ley, por ellos. Y no cumplir esta
obligación puede acabar haciendo que el ciudadano se sienta legitimado para usar
la violencia para protegerse, ya que no siente protegido.
Creo
que ante todo hace falta una legislación que prevenga, y ahí está la educación,
y que sancione cuando pese a la prevención se delinque. Hace falta que la gente
que actúa mal tenga miedo a lo que pueda pasarle. Estoy convencido de que hemos
llegado a un punto en el que la buena gente tiene más miedo a saltarse leyes y
normas que la que no lo es, sea cual sea el motivo por el que han llegado a no
serlo.
La
prevención no excluye la sanción. Al contrario, la posible sanción aumenta la
eficacia de la prevención. El individuo en cuestión del que hablo en esta
entrada estuvo escolarizado, o incluso seguirá estándolo. Ahí hay que incidir,
en ese tiempo, sin reparar en gastos, sin escatimar medios. Pero si la hace, la
paga, y se le quitan las ganas de volverlo a hacer.
El
riesgo de no actuar con eficacia en la prevención y contundencia en la sanción,
no solamente es inadmisible en una sociedad democrática, sino muy peligroso
puesto que abre la puerta a opciones políticas nada deseables. Y
lamentablemente da la impresión de que una parte de la sociedad, con sus
políticos incluidos, hace hincapié en la prevención y la otra en la sanción. Y
ambos planteamientos son, a mi juicio, erróneos, pues prevención y sanción son
las dos caras de la misma moneda.
No es
bueno que demasiada gente tenga fantasías justicieras como la que he contado al
principio de esta entrada. No es nada bueno.
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