Hoy ha
entrado el verano. Quizá si viviera en otras tierras sería para mí una grata
estación, pero viviendo donde vivo es con mucho la más desagradable e
insufrible de todas; ¡bueno!, la única desagradable e insufrible.
No
sólo por el calor, que lo aguanto bien, y la ausencia casi total de lluvia, que
siempre lamento, sino por el miedo constante a que sigan rompiendo con absoluta
impunidad la naturaleza que me envuelve y a la que salgo siempre que puedo,
pensando demasiadas veces, cuando estoy ante uno de esos preciosos rincones,
esos amplios panoramas, que va a ser la última que voy a poder disfrutarlos…
No me
pasaría esto si quienes pueden hacerlo hicieran lo que deberían hacer. No
tendría miedo al verano si nuestros montes estuvieran gestionados con sentido
común, y no abandonados a su suerte, suerte que todos sabemos cuál será, más
pronto o más tarde.
Sería
bonito no tener miedo a esos días de poniente estival que pintan el cielo de
azul intenso y nos regalan espléndidos crepúsculos. No tener miedo al canto de
la chicharra en el pinar caliente y aromático. Dejarse deslumbrar por la luz
intensa, violenta, de la canícula. Gozar de la sombra de un árbol en la calina
de la tarde. Poder disfrutar en paz del agua buena de la fuente, del baño refrescante,
de la sandía dulce y crujiente que alguien cargó en la excursión…
¡Sería
bonito! Y como sé que en realidad no es el verano el culpable de que no lo
aguante sino nuestra extrema imbecilidad, voy a darle la bienvenida compartiendo
este texto de Platero y yo titulado El
verano.
¡Mirad
si es evocador!
Platero
va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las picaduras de los
tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega... Al abrir los ojos,
después de un inmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena se me torna
blanco, frío en su ardor, espectral.
Están
los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo, de
gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que
asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares
negros, se eterniza, mudo, en una rama.
Los
guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos, que vienen,
en grandes bandos celestes, por naranjas...
Cuando
llegamos a la sombra del nogal grande, rajo dos sandías, que abren su escarcha
grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo,
a lo lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la
suya, como si fuese agua.
¡Feliz verano, y ojalá tenga
misericordia de nosotros!
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