La
“pijor” tiene en los restaurantes un terreno abonado para mostrarse en toda su
prestancia. Voy a contar dos anécdotas. Una de ellas la presencié yo, la otra
me la han contado.
En un
bonito restaurante que hay al pie de la Peña Oroel, en Jaca, estábamos comiendo
tras bajar de la montaña, y cerca de nosotros estaban, en lo que parecía una
comida de empresa, un grupo de varones y una chica joven.
La
moza en cuestión, parlanchina y desenvuelta, disfrutaba de la atención
que le dispensaban sus compañeros, de la comida y del lugar. Pidieron vino,
parece ser que buen vino, pues hablaron del asunto con el camarero. Ella pidió sangría, y entonces, de un modo muy
docto y enológico, le preguntó qué tipo de vino iba a ponerle a la sangría. La
respuesta fue fulminante, el peor.
No sé
qué cara se le quedaría, ni cómo se aguantarían la risa sus compañeros. A
nosotros nos divirtió la situación, y pensamos, tonta, más que tonta, te lo has ganado.
La
otra anécdota me la han contado hoy. Sucedió en un bar restaurante de un pueblo
próximo, conocido por su buena carne de cordero y otras delicias de la tierra,
pero no por “monás” y “pijerías”, porque no las tiene. Al acabar de comer,
alguien preguntó al camarero, dueño del negocio, si tenía té negro. Los tés
están de moda ahora. El camarero, ni corto ni perezoso, le dio un euro y le
dijo, ten esto y pídetelo en el bar de enfrente. Silencio y risa posterior.
Y es
que eso de la hostelería es un trabajo duro donde los haya, en el que hay que
aguantar carros y carretas; y claro, cuando uno llega a una edad y más si tiene
el negocio bien amarrado, puede permitirse el lujo de soltar estas lindezas a
quienes andan por el mundo sin saber qué terreno están pisando, cegaditos por
su “pijor”.
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