Andar
por nuestros montes la mañana del primer día de verano ha sido una gozada. Las
escasas lluvias de este año, más las tormentas de ayer que nos dejaron 14
litros, han obrado el milagro, un milagro que no se puede fotografiar, ni
contar; hay que vivirlo.
Bajo el
cielo limpio de un suave y tibio viento de norte, el monte ha revivido. La
tierra parecía esponjada y blanda, los charcos, ya casi olvidados, recordaban,
reflejando el azul y el verde, que ha llovido. Y respirar el aroma a vegetación
y a suelo húmedo era todo un placer que parecía disfrutar también la enorme
culebra de escalera que he sorprendido en el sendero y que, elegantemente, se
escondió entre los matorrales.
Sí, todo
estaba más vivo. Los pinos, el romero, el tomillo, el brezo, la murta, los
enebros parecían otros, y el trino de los pájaros desafiaba al ruido que genera
nuestra forma de vivir tan próxima.
Empezó
bien el verano, pero es tan largo, tan largo…
Como
he dicho, ni con fotos ni con palabras se puede trasmitir plenamente la experiencia de
entrar en la naturaleza tras un día de tormentas después de una larga sequía
apenas interrumpida por breves chubascos y alguna llovizna; pero aquí quedan
unas palabras y algunas fotos como humilde intento de trasmitirla.
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