Este sábado pasado nos enteramos de que Pep, el de
Durro, había muerto. Fue en el año 2008. Estuvimos en marzo de ese mismo año
con él. Estaba como siempre. Sus 87 años no se le veían por ninguna parte.
No viene a cuento el por qué nos hemos enterado
cuatro años después. Es lo de menos, porque lo que aquí quiero expresar es el
cariño, y el respeto que sentíamos por ese hombre.
Lo conocimos el 25 de diciembre de 1982. Con un grupo
de amigos, llegamos a su pueblo, Durro, buscando un pajar o algo parecido donde
pasar la noche. Estaba muy nevado y hacía muchísimo frío. Preguntamos en el bar
y nos llevaron a él. Me acuerdo como si fuera ahora. Se nos presentó con esa
sonrisa suya, serena, un punto pícara. Nos ofreció el albergue que tan famoso
se haría en Ribarroja, y del que mucha gente tiene inolvidables recuerdos y nos
encendió una gran fogata en el hogar. Al día siguiente nos fuimos, íbamos de
travesía, pero nos había enganchado el pueblo, el albergue (la Borda Baden Powell) y la
disponibilidad y amabilidad de Pep.
A partir de entonces empecé a frecuentar Durro; con
amigos, con alumnos, con la parroquia, en viajes de fin de curso, también a
veces solo. Pep siempre estaba allí, con su mujer, en su casa blanca, a la
entrada del pueblo. Siempre disponibles. Siempre acogedores. Siempre contentos de
vernos. Formaban una pareja entrañable, en aquel rincón idílico del valle de Bohí.
Casi toda su vida había sido pastor. Se notaba que
conocía y amaba su tierra. Nacido en Durro, pasó la posguerra en Montgarri, para
luego volver a su pueblo.
Nos cuidaba, casi diría nos mimaba. Se preocupaba
porque no pasáramos frío, porque no se helara el agua en las cañerías, porque
tuviéramos siempre leña abundante. Cuando íbamos a la montaña nos seguía con la
mirada, con esa vista que tenía, de la que tan orgulloso estaba, y nos decía a
qué hora habíamos hecho cumbre y por dónde habíamos subido.
Nos contaba historias de su vida, mientras recolocaba
las brasas con la mano. Nos hablaba de osos, de grandes nevadas, de ventiscas y
tormentas. A través de él nos llegaban ecos de aquel Pirineo soberbio, duro, salvaje que fue alguna vez.
Pep fue una de esas personas que se me metió muy dentro. Últimamente nos veíamos de tarde en tarde pero, como pasa cuando la
relación es honda, cuando nos encontrábamos percibíamos cómo nada se había desvanecido. Estábamos
contentos de vernos y siempre había mucho de qué hablar; cuando nos conocimos aquella noche de Navidad, cuando una gran nevada nos retuvo dos días en las
montañas, cuando evitó que a un chaval se le congelaran los pies, cuando me
invitó a una “costellada” con todo el pueblo, en la plaza de la escuela, a un
montón de grados bajo cero (¡inolvidable!), cuando, sin darse cuenta, dos
vecinos y él me abollaron el coche con un tractor (¡qué mal le supo!), cuando
fuimos Isabel y yo, en el viaje de novios, a decirle que nos habíamos casado y ya lo sabía…
Sí, aunque nos veíamos de tarde en tarde, porque el
Pirineo es muy grande, y nosotros lo recorremos de un lado al otro, sabíamos
que Pep estaría allí, que nos abriría como siempre la puerta de su casa sin
importar lo que hubiéramos tardado en ir, que se alegraría un montón, y que
diría a su mujer ¡mira qui ha vingut!. Y que nos sentiríamos acogidos desde el
primer momento. Y que cuando nos fuéramos diría ¡Aneu espaiet! Y que no era una
frase hecha.
Me cuesta, nos cuesta y nos duele, pensar que cuando llamemos ya no nos abrirá la puerta. Nos queríamos. Ahora está allí, muy cerca de su casa, en la tierra que él
amó, en el pequeño cementerio de la hermosa iglesia románica de su pueblo,
patrimonio de la humanidad…
Pero no, me resisto a pensar que Pep esté allí. Prefiero pensar,
prefiero creer que está ya para siempre, en un valle verde, muy verde, más
hermoso que el suyo, y que desde él, desde su cielo y desde sus cimas nevadas, nos verá, nos seguirá con la mirada, como hacía antes, y con otros velará por
nosotros, hasta el día en que nos encontremos todos en ese valle al que él ya
ha llegado, el valle de la vida para siempre. A fin de cuentas es nuestra fe. ¡Fins
sempre, Pep!
Albergue de Durro en invierno. Diciembre de 1983 |
Albergue de Durro de noche. Diciembre de 1983 |
La fogata del albergue. Marzo de 19 |
Pep y yo en el patio del albergue. Enero de 1985 |
Yo también conocí en Durro a Pep. Con él estuve varias veces y supe apreciar ese corazón generoso y sencillo que tenía y sin duda reflejo de la grandeza y armonía de la montaña en la que él duramente se habia ganado la vida trabajando como pastor.
ResponderEliminarAllá, en el valle de Bohi-Tahull, el valle de las iglesias románicas y donde la ermita de San Quirce, parece un faro presidiendo el valle vivió un hombre bueno, al que sin duda el Señor llamó Bienaventurado, porque era sencilo y pobre de corazón...
Seguro, el que sabía de pastos para sus ovejas y vacas, estará a hora en las Verdes Praderas del Cielo.