Me acordaba hoy de un hombre singular. Durante
algunos años lo veía casi todas las semanas. Luego, por circunstancias que no
vienen al caso, dejé de deleitarme con sus favores gastronómicos, y algún
tiempo después me enteré de que había fallecido.
Y me he acordado de él porque hoy es el día del
trabajo, y aquel hombre bien merece, tal día como hoy, el humilde homenaje que
mis palabras puedan rendirle.
Se llamaba Paco, Señor Paco, le llamábamos. Regentaba
un pequeño bar llamado Bilbao, sito en la calle del mismo nombre, en Valencia.
Solíamos ir Isabel y yo con un grupete de buenos amigos, los viernes, a cenar.
Ya he dicho que el bar era pequeño, muy pequeño, y
más aún la cocina, pero la cantidad, calidad y variedad de lo que nos servía,
era simplemente espectacular; y el precio, increíble.
Normalmente estaba él solo, cocinando y sirviendo,
aunque a veces le ayudaban quienes parecían ser la mujer y la hija. También
controlaba a esos clientes que bebían una cerveza tras otra mirando a ningún
sitio, y salían dando tumbos, o a la puta que, pegada a la máquina, se jugaba
los dineros que luego recuperaría con algún cliente, o a las cuadrillas de
jóvenes, y no tan jóvenes, que piensan que como ellos están de juerga, todo el mundo
está de juerga. Y entonces nos miraba como excusándose, como si encima él
tuviera la culpa de algo.
El señor Paco estaba enfermo. Muy grueso, le costaba
andar, se notaba. Se notaba también que no respiraba bien, y a menudo sudaba
copiosamente. Pero ahí seguía, viernes tras viernes, amable, discreto, haciéndonos
unas cenas que no olvidaremos. Cuando nos sacaba las hermosas fuentes de
calamares, tellinas, clóchinas, puntillas… nos decía, “esto está de muerte
caballero”, y realmente estaba exquisito. Siempre en su punto.
Un día nos dijo, muy ilusionado, que iba a cambiarse
a un bar grande, nuevo, en la calle Cuenca. Nos decía que allí… la gente es de
otra manera. “Allí sí que haré un buen bar”.
Poco después dejamos de acudir, no por él, por
supuesto, sino por esas vueltas que da la vida. Y pasados unos meses, nuestro
amigo José Luís, que fue quien nos descubrió el bar Bilbao, nos dijo que el
señor Paco había muerto.
Es una historia triste. El señor Paco no llegó a su
bar de la calle Cuenca. Trabajó y peleó, yo creo que hasta la extenuación. A
veces decíamos, ¡cómo cogerá este hombre la cama!
Y por esto, por el trabajo bien hecho, por el
esfuerzo diario que se estrella contra la realidad injusta, por las ilusiones
truncadas, hoy, el día del trabajo, rindo homenaje a la memoria del señor Paco,
el del bar Bilbao, uno entre tantos hombres, trabajadores, buenos, honestos,
que nunca vieron realizados sus sueños.
Me uno a ese homenaje. Seguramente nadie de su familia llegará a leer esta página, pero escrito queda. El tío Paco, el del bar Bilbao, se lo merece.
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