En la cima del Pic del Segre, en el hermoso Circo de Nuria, se levanta este sencillo monumento a San Bernardo. |
Ayer, 15 de junio, fue San Bernardo de Menthón, patrón
de alpinistas y por extensión, de montañeros. Es curiosa la vida de este hombre
que, allá por el año 1000, se dedicó, desde su sacerdocio, a ayudar y proteger a
los viajeros que tenían que cruzar los Alpes.
Reproduzco, abreviada, una biografía que he encontrado
en internet, escrita por Lamberto de Echevarría, sacerdote vasco nacido en 1918.
A un papa
milanés y alpinista, en el sentido estricto de la palabra, pues fueron precisamente
los Alpes los montes preferidos para sus escaladas, le correspondió declararle
patrono de los habitantes de los Alpes y de todos los alpinistas. Nos referimos
a Pío XI. Pero, sin necesidad de esta declaración, ya San Bernardo era famoso
en todo el mundo por los dos abrigos o refugios que preparó en lo alto de la
cordillera y por los famosos perros que llevan su nombre.
Había nacido
en el corazón de Europa. Menthon es un pueblo al borde del lago de Annecy. A un paso, Suiza. Tras los montes,
Italia. En tierras de Saboya, desde hace cosa de un siglo francesas. La vida de
San Bernardo había de responder a este claro designio europeo.
Nació, según
parece, pues su discutida cronología se mueve holgadamente en un siglo entero,
hacia el año 996. Como en el caso de tantos otros santos, recibe su formación
en París. Al terminarla vuelve a su castillo natal de Menthon. Allí le espera
su padre, que tiene trazados ya para él ambiciosos planes. En concreto, un ventajoso
matrimonio. Tan preparado estaba todo, que, cuando quiere darse cuenta
Bernardo, es ya la víspera de la boda. Su padre no quiere atender a las razones
del hijo, que aspira a hacerse sacerdote. Todo aquello que él dice que ha
madurado largamente durante su estancia en París no pasa de ser una locura. Así
las cosas, no quedaba a Bernardo más que un remedio heroico: escapar por una
ventana del castillo. Dicho y hecho. Aún hoy se muestra a los visitantes el
barrote que hubo de romper para lograrlo.
Inmediatamente
quiso aprovechar la libertad recobrada. Y llamó a las puertas de los canónigos
regulares del valle de Aosta, al otro lado de los Alpes. El arcediano del valle
le ha acogido con cariño y comprensión. Recibe el sacerdocio y años después se
ve colocado en ese mismo cargo de arcediano.
Fue entonces
cuando pudo darse cuenta a fondo de una urgente necesidad que existía. En sus
predicaciones por los pueblos del valle, en sus contactos con los curas de las
montañas, había visto ya algo. Pero no todo. Ahora, cuando su cargo de
arcediano le imponía la obligación de atender con limosnas a los pobres
peregrinos que tenían que atravesar los Alpes, se dio cuenta de la tragedia en
todas sus dimensiones. No era sólo que el camino fuese áspero, arriesgado y, sobre
todo en invierno, mortalmente peligroso. A los rigores de la naturaleza se
añadían otros, provenientes de la malicia de los hombres. Aquellas caravanas,
que tenían que pasar días enteros sin encontrar abrigo alguno frente a los
elementos desencadenados, eran no pocas veces cruelmente saqueadas por los
sarracenos, los húngaros o simplemente por gentes sin entrañas del mismo país.
Y se repitió
entonces lo que tantas veces ha ocurrido y seguirá ocurriendo en la historia de
la Iglesia. San
Bernardo salió, como Santo Domingo de la Calzada , como San Vicente de Paúl, como San Juan
de Mata... y como tantos otros santos, al paso de aquella necesidad. En verdad,
la empresa era difícil, casi diríamos que descabellada. Enterrar a unos hombres
en la nieve, obligarles a recorrer aquellos intransitables caminos de montaña
en pleno invierno, obligarles a permanecer siempre atentos a la llamada de
cualquier caminante, es mucho hoy, cuando se puede contar con medios que
entonces ni siquiera podían entreverse. Pero era inmensamente más entonces. Y,
sin embargo, pese a todo, se hizo. La caridad llegó a tanto. Y, pese a todas
las dificultades, San Bernardo logró edificar, en lugar de los miserables
refugios de tablas que hasta entonces existían, dos sólidos hospicios en Mont-Jeux
y Colonne-Jeux. Como en tiempo de Nehemías, fue necesario tener en una mano la
espada mientras con la otra se edificaba, pues las bandas de salteadores no
dejaron de intentar hacer imposible la empresa. Pudo más la caridad del Santo.
Y los dos hospicios llegaron a ser una feliz realidad.
Pero los
edificios no bastaban. Había que poblarlos. Un grupo de canónigos regulares
venidos de Aosta, se establecieron en ellos y sirvieron de núcleo inicial a la Congregación.
Vida dura,
heroicamente dura, la de los canónigos en aquellas alturas. Solos en la agreste
soledad de las montañas, aislados del mundo, esperaban la primera señal para
ponerse en movimiento en búsqueda del viajero perdido. Sus célebres perros,
maravillosamente adiestrados, les servían de ayuda. Y miles de caminantes
debieron la vida a esta ingeniosa caridad de San Bernardo.
Tranquilo
estaba en medio de sus hijos, cuando vinieron a buscarle. El emperador Enrique,
según parece el cuarto de este nombre, estaba irritado por una revuelta que había
tenido lugar en Pavía. Se le pedía con angustia al Santo que interviniera para
aplacarle. Y así lo hizo. Se puso rápidamente en camino, descendió a la
planicie y realizó plenamente su labor de paz. Pero esta caridad suya le iba a
suponer un serio sacrificio: el morir lejos de sus hijos.
Caminando,
ya de vuelta, hacia sus amados Alpes, se sintió enfermo en Nevara. Halló
acogida entre los benedictinos. Y atendido por ellos, expiró plácidamente el
año 1081 al parecer.
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