Cenando el otro día con unos amigos, acabamos
hablando de literatura, y compartiendo algunos de esos textos que, sin saber
muy bien por qué, o sí, nos sabíamos de memoria.
Entonces Isabel nos recitó ese precioso poema de Pedro Salinas
titulado El Contemplado, que ahora
comparto en esta entrada. Leedlo despacio.
De mirarte tanto y tanto,
del horizonte a la arena,
despacio,
del caracol al celaje,
brillo a brillo, pasmo a pasmo,
te he dado nombre; los ojos
te lo encontraron, mirándote.
Por las noches,
soñando que te miraba,
al abrigo de los párpados
maduró, sin yo saberlo,
este nombre tan redondo
que hoy me descendió a los labios.
Y lo dicen asombrados
de lo tarde que lo dicen.
¡Si era fatal el llamártelo!
¡Si antes de la voz, ya estaba
en el silencio tan claro!
¡Si tú has sido para mí,
desde el día
que mis ojos te estrenaron,
el contemplado, el constante
Contemplado.
El mar. Ése es el contemplado. A mí, la montaña me
atrapó de muy joven y a ella sigo siéndole fiel, pero el mar siempre me ha
atraído poderosamente, igual que el desierto. Sí, si tuviéramos los mortales
tres vidas, dedicaría una a la montaña, me pilló primero y lo estoy haciendo en
la medida que puedo, otra al mar y otra al desierto. Pero solo hay una. En fin,
¡qué le vamos a hacer!
Y pensando en este poema, veo que estas tres vidas
mías tienen en común eso que Pedro Salinas siente frente al mar. El gozo de la
contemplación.
Contemplación que empieza casi sin darte cuenta, de
tanto mirar, “del horizonte a la arena”; que va introduciéndose hondo en tu
vida, hasta en los sueños, “al abrigo de los párpados”; y que acaba,
inevitablemente, en la plena conciencia de que desde siempre, esa palabra, esa
realidad, ha estado ahí, incluso sin tú saberlo, “Si antes de la voz, ya estaba
en el silencio tan claro”.
Porque contemplar es abrirse a lo contemplado desde
lo más hondo de uno mismo y llenarse así de lo que antes de ser contemplado
quedaba fuera, era simplemente objeto. Contemplar la inmensidad del mar, la
grandeza de una cordillera, la magnífica soledad del desierto, es dejarse envolver por
tanta belleza desde lo más profundo del propio ser, transformando así esa
inmensidad, esa grandeza, esa magnífica soledad en parte viva y vivificante de uno mismo.
No se puede contemplar si no es desde lo más hondo de
nuestro yo. Y de esa unión, de ese encuentro íntimo y profundo surge el gozo
que nos trasmite Pedro Salinas.
Otra cosa es mirar, admirar, ver, otear, observar…, eso
es otra cosa.
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