Hay ocasiones en la vida en que sin
previo aviso todo coincide para que gocemos de un momento, a menudo fugaz pero inolvidable, un momento de esos que dan al hecho de vivir una profundidad y un
sentido que demasiadas veces perdemos envueltos en las nieblas cotidianas.
Estábamos, hace ya muchos años, mi amigo
Vicente y yo acampados en los Baños de Benasque. Fue aquel un mes de julio
especialmente tormentoso y fresco, a veces frío. ¡Qué bendición!
Una tarde, la tormenta diaria que nos
había dejado el tiempo justo de hacer cima y bajar corriendo, fue especialmente
violenta, así que decidimos subir a cenar al barete de los Baños.
Desde los ventanales, abiertos al
espacio, de aquel vetusto y entrañable edificio, veíamos las densas cortinas de
agua caer sobre el valle difuminando sus contornos.
Cenamos en el bar, en amable
conversación, muy a gusto, y ya tarde, un abuelete de los que estaban
hospedados en el balneario y tomaban copitas mientras charlaban después de
cenar, empezó a cantar, con bien modulada y potente voz, una jota aragonesa.
Fue el primero. Luego siguió otro y otro.
Las jotas y los aplausos se mezclaron con los truenos que perseveraban con
insistencia. A la luz de los relámpagos veíamos cómo, al avanzar la noche, se
intensificaba la lluvia.
Y allí dentro seguían cantando,
aplaudiendo cada jota, y animándose entre ellos, como si los truenos, los
relámpagos y la lluvia, ya torrencial, les animara a ello, hasta alcanzar un
extraño paroxismo, gozoso fruto de una comunión increíble entre hombre y
naturaleza.
De regreso a la tienda, ya muy tarde, la
tormenta amainaba y me dormí al arrullo de una lluvia, cada vez más suave,
mientras los truenos se alejaban, hasta quedar la noche en un silencio sólo
roto por el fragor del río que bajaba bravo, imponente, poderoso. Y al arrullo
también de aquellas jotas, que quedaron para siempre en mi memoria.
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