Es una escena frecuente. Un vehículo de emergencias, con prisa y sirena, reduciendo la velocidad cada vez que pasa por un "saltito", y hay tantos... Voy
a hablar de esos "saltitos" a los que tengo una profunda antipatía y que, dicho
sea de paso, deben tener una muy dudosa legalidad aunque son legales. Me
refiero a esos obstáculos que proliferan por las calzadas y a los que llaman
normalmente bandas desaceleradoras o pasos sobreelevados.
Estoy
totalmente en contra de este invento, pero absolutamente a favor de que se
controle la velocidad de los vehículos. Pero de otra forma. Debe haber otras
formas. Hay otras formas.
Yo
soy uno de esos conductores que trata de cumplir escrupulosamente las normas de
tráfico, lo que me ha costado más de un susto y bastantes pitadas e insultos.
Si pone máxima 50, yo a 50, aunque sea irracional y hasta peligrosa la limitación.
Hay así muchos tramos en nuestras carreteras. Pero claro, soy muy consciente de
que formo parte de una aplastada minoría que tiene el tratamiento social de
gilipollas y el galardón de mantener todos los puntos del carnet.
La
gran mayoría de conductores se pasa por el forro muchas normas, especialmente
las limitaciones de velocidad que, aunque como ya he dicho son a veces absurdas
y hasta peligrosas, otras muchas veces son necesarias y están muy bien puestas.
Y a
esta gente, que son mayoría, hay que pararle los pies, por supuesto, porque son
un peligro real al volante, como lo son los que beben, los que se drogan o los
que hablan por el móvil sin manos libres.
Campañas
de concienciación. Muy bien. Controles. Cuantos más mejor. Sanciones duras,
“amargantes”. Tristemente necesarias. Pero no obstáculos en la carretera, ¡no!
¿Y
por qué no los quiero? Porque son una de las imágenes más claras que conozco de
la incoherencia y el despropósito. Porque es incoherente que una sociedad que
se jacta de atender a los ciudadanos, a todos, más allá de sus limitaciones y peculiaridades
físicas o psíquicas, ponga trabas, materialmente trabas, cuando estos
ciudadanos necesitan una atención urgente. Estoy hablando de ambulancias,
bomberos, policía o cualquier vehículo privado que vaya haciendo sonar el
claxon insistentemente, con un pañuelo blanco en la ventanilla.
Es entonces,
cuando la desgracia nos iguala haciéndonos débiles, cuando esta forma de
protegernos a todos atenta directamente contra unos pocos, justamente contra
los más necesitados en ese momento. Daños colaterales le llaman ahora a eso. Y
lo asumimos tan tranquilamente.
Un
ictus, un infarto, una lesión medular o un simple brazo roto, han de pasar por
la cruz de reducir velocidad, cuando a veces, en ella puede estar la diferencia
entre la vida y la muerte, y soportar el “golpecito”. Daños colaterales. Un
incendio, donde la rápida intervención de los bomberos es fundamental, se hace
grande, porque hay que reducir velocidad. Daños colaterales. Un grave
altercado, un robo, cualquier delito que requiera la rápida intervención de la
policía, convierte a las bandas desaceleradoras en eficaz aliado del
delincuente. Daños colaterales.
No
es moralmente asumible. Lo que no entiendo es cómo no hay un movimiento
ciudadano más fuerte contra esta incoherente majadería. O sí lo entiendo, es
cuestión de “pasta” como siempre. La “puta pela”. Es la forma más barata de que
los que no tienen conciencia del riesgo de la velocidad y piensan que eso a mí
no me pasa, se comporten como toca. Hay otras formas, desde luego, pero más
caras, mucho más caras.
Entonces
digámoslo claro con un ejemplo. Sin
bandas desaceleradoras tendríamos vente muertos por exceso de velocidad. Con
ellas, ocho por la tardanza de los vehículos de emergencias. Nos ahorramos
doce. Es rentable. Esos ocho son daños colaterales… Claro que para evitar esos
ocho, habría que invertir equis euros… No vale la pena.
Este
es el planteamiento. No veo otro. Por eso le tengo tanta manía a este invento
estúpido. Porque es intrínsecamente inmoral. Perverso en sí mismo. Porque
evidencia, demasiado impúdicamente, el poco valor que le damos, cuando hay
dinero por el medio, a la vida humana.
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