Necesito
descansar de tanto despropósito, de tanta demagogia, de tanto daño innecesario,
cuando todo es muy sencillo. Atenerse a las reglas del juego democráticamente
establecidas, y…ancha es Castilla, como dice el refrán. Lo demás, enfermizas
“pajas mentales”.
Por
eso, porque estoy harto de no poder ver un informativo sin que me amargue la
noche, quiero escribir hoy sobre algo amable y muy entrañable, mi abuelo Paco.
Hoy es su santo.
Fui el
primer nieto en la familia y tuvimos siempre una relación muy especial. De él
escuché el valenciano desde muy niño, porque en casa hablábamos castellano, y
se me hizo familiar y próxima esa lengua, también mía, sin imposiciones ni
exclusiones. Era tan natural y tan sencillo.
Dirigía
una agencia de trasportes en la calle Pelayo y cuando íbamos a ver a los
abuelos, si tenía un rato, o los fines de semana siempre, era casi obligada la visita a la Estación del Norte, y a la pasarela que había sobre la playa de
vías. Aún recuerdo aquellas enormes máquinas de vapor, el olor a tren, las
ruedas enormes, su sonido característico… Creo que de ahí viene, en parte, mi
afición por los trenes.
Recuerdo
también que le gustaba mucho el fútbol. Intentó que me gustara a mí. Eso no lo
consiguió. Un día me llevó al Mestalla, a ver al Valencia. Como me aburría, me
largué a explorar las instalaciones del campo. Se llevó un susto morrocotudo.
Jamás me volvió a llevar. Es de las veces que más enfadado lo vi conmigo.
Con el
buen tiempo, a veces, las mañanas de domingo, nos íbamos en el “trenet” al
puerto, a ver los barcos, la playa, el mar, y a tomar un aperitivo en el bar
Gol. Charrábamos y charrábamos sin parar de mil cosas. Tengo imágenes, siempre
luminosas, de aquellas mañanas junto al Mediterráneo.
Otras
veces, también los domingos, nos íbamos andando por la calle Colón al
Parterre donde, ¡cosas de la vida! bailaban sardanas. Y aplaudíamos
entusiasmados cuando acababan…¡Qué extraño, qué triste me resulta ahora rememorar
aquellas escenas, hoy imposibles!
Pero
de todos los recuerdos, hay uno especialmente intenso. Las mañanas de finales
de verano bajo la higuera, en La Cañada. Para mí, que el colegio fue siempre
una tortura, el chaletito familiar de La Cañada era la libertad recobrada, la
paz, el bienestar. Y el abuelo estaba allí, en esa libertad, esa paz, ese bienestar, y me despertaba el primero para
irnos los dos a desayunar comiendo higos con un chupito de anís, el mío
rebajado con agua. Y yo, se acercaba septiembre, contaba los días que me
quedaban de saborear esa dicha. Recuerdo de entonces el canto de los pájaros, el fresco de la mañana, el cielo siempre azul y luminoso, y sigo buscándolo siempre que puedo.
Hoy es
su santo, y no digo era, digo es, porque, como escuché el otro día en el
emotivo entierro de la madre de unos buenos amigos, mi abuelo Paco está en la
habitación de al lado, por eso no lo veo, pero sé que está. Y está con su
esposa a la que quiso toda su vida, mi abuela Gumer, y con su hijo Paquito, que
marchó de este mundo el mismo día que acabó la "mili".
Está y
me mira sonriendo con su cara de pillo, diciendo, “Mante, ¡qué bien lo pasamos
juntos!"
¡Felicidades
abuelo!
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