Estaba
esperando en un supermercado a que me llegara el turno de pescadería cuando
llamó mi atención alguien pequeñito que se movía velozmente alrededor del expositor de congelados, derrapando
en la curvas, como si le persiguiese el mismísimo Satanás.
Era un
niño que, parece ser, quemaba sus energías sobrantes de este modo. Dio unas
cuantas vueltas cuando, súbitamente y sin previo aviso, cambió de rumbo y se
dirigió a la máquina expendedora de numeritos para los turnos de carnicería, charcutería y demás secciones.
Yo estaba cerca, pues acababa de coger uno para la pescadería y pude ver la
escena. El niño llegó, miró y apretó a una velocidad de vértigo las cuatro teclas que allí había, con lo que empezaron a
salir papelitos con numeritos de turno, papelitos que cogió y empezó a repartir
al personal que más cerca tenía. A mí, sonriendo, me dio uno. Dijo, "toma, para
ti". Yo le di las gracias, sin cogerlo, diciéndole que yo ya tenía. "Pues otro",
me contestó, y en ese momento llegó una señora, su madre, que lo agarró por el
hombro y con un evidente gesto de desesperación le dijo algo así como ¡Harta me
tienes, harta! ¡Podrás estarte quieto un momento, por Dios; aunque sea un
momento!
El
chiquillo no opuso resistencia y se fue bien amarradito por su progenitora, que
así lo mantuvo mientras les atendían.
Lo que
más gracia me hizo de todo esto fue ver cómo otro niño, igual o algo mayor que
él, contemplaba la escena, tranquilo, sosegado, con una leve sonrisa, como diciendo, ¡Ay Dios, mi hermano
está como una cabra!
Y se
fueron, el uno amarrado, ya haciendo esfuerzos por liberarse; el otro, andando
tranquilamente junto a su madre.
Y yo,
antes de pedir mis lubinitas para hacerlas a la brasa, me dije, ¡Ay, ay, ay, pobre
señora! ¡Ay, ay, ay, pobre "seño"!
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