Panorama hacia el macizo de Monte Perdido desde la cima donde estuvimos charlando.
Llegué
un día radiante de este verano a la cima del Chinipro, una bonita montaña del
Pirineo aragonés, de 2795 metros. Erguido en una losa de la cima, que se
proyecta sobre el abismo de la cara norte, había un hombre que me dijo nada más
verme, abriendo los brazos, "¿no es maravilloso lo que se ve desde aquí, estar
aquí?"
La
conversación surgió pronto y fluyó rápida
prolongándose algo más de hora y media. Solos allá arriba fuimos
prudentemente conociéndonos y reconociéndonos. Tenía 74 años y estaba pasando
unos días con la mujer y los nietos en un valle próximo. Desde joven hacía
montaña y quería seguir mientras el cuerpo aguantara. Compartimos experiencias
montañeras y, poco a poco, la conversación fue derivando hacia cuestiones más
profundas, más filosóficas, para acabar hablando de la libertad… Y en un
momento determinado, cuando ya creyó que podía hacerlo sin excesivos riesgos,
me dijo algo así como que sabía muy bien lo que era no ser libre en su tierra,
en su pueblo, porque, y esto sí lo dijo tal cual lo transcribo, "soy vasco,
vasco y español". Sonreí y respondí, "yo valenciano, valenciano y español".
A
partir de ahí la conversación siguió ya con arrolladora fluidez, y vimos,
sorprendidos, que coincidíamos en todo, incluso con la mismas palabras muchas veces.
Sin embargo sus palabras tenían la autoridad que le daba el haber vivido y
sufrido en sus propias carnes el azote y la opresión del nacionalismo radical
y excluyente que había marcado dolorosamente toda su vida y la de su familia.
Me
dijo que conocía mucha gente, buena gente, trabajadores, honestos, amantes de
su familia, religiosos, con los que podías hablar de todo excepto de ese
tema. Ahí no había diálogo posible, porque no había argumentos racionales que
analizar, que valorar, que confrontar, sino puro sentimiento.
"Eso es
una enfermedad, lo sé muy bien. Es una grave enfermedad que ha generado, genera
y generará mucha injusticia, mucha opresión, mucho dolor". Así hablaba conmigo
aquel hombre que sabía muy bien, mucho mejor que yo, de qué me estaba hablando.
Nos
despedimos agradeciéndonos mutuamente aquella hora larga de profunda y sincera
conversación entre dos montañeros veteranos. Empecé el descenso y él siguió en
la cima. Quería aprovechar cada cumbre que subía porque, como yo, allí era
feliz, se sentía libre, y sabía que, por muchas más que subiera, aquella ya era
de las últimas.
"Una
enfermedad que causa mucho dolor", me dijo. De esto hablaré en la segunda parte de esta
historia.
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