Es
evidente que vivimos en una sociedad extraordinariamente competitiva en todos
los aspectos. Llevamos la competición a todos los rincones de la vida. Nos
divierte, y la mayoría asumimos que a veces se gana y a veces se pierde.
En el
ámbito académico, ya hace tiempo se pusieron de moda las ligas de debate. Unos
encuentros entre estudiantes en los que unos ganas y otros pierden, como en
cualquier competición. Y gana lógicamente quienes mejor exponen y argumentan en
un debate predeterminado entre dos grupos. Hasta aquí muy bien. Como “profe” de
lengua que he sido toda la vida la idea me parece excelente.
Pero
hay un pero. Un pero que considero importante y que no sé si todos los participantes
en estas ligas se plantean. Realmente no lo sé, aunque me reconforta poder
decir que hablando de este tema con mis alumnos de filosofía, cuando les he
planteado lo que aquí estoy diciendo, enseguida han dado en el clavo. Luego hay quienes sí lo plantean o estaban ya muy cerca de hacerlo.
¿Cuál
es este pero? Acabar creyendo que el objetivo final del debate es vencer al
adversario en virtud de una mejor utilización del lenguaje. Y sí, así es y debe
ser en la competición escolar o universitaria. Pero sólo ahí. Porque el
objetivo de todo debate debe ser la búsqueda de la verdad y el consenso, de tal
modo que no haya al final vencedores y vencidos sino convencidos.
Desde
este punto de vista las ligas de debate son importantes y útiles siempre y
cuando las consideremos un entrenamiento para mejorar nuestro lenguaje y
ponerlo después al servicio del bien común. Porque el bien común nos exige una
gran capacidad de diálogo para acercarnos a la verdad y ser capaces de lograr
acuerdos mediante consensos.
Si no
damos este paso, y lo transmitimos bien claro a los alumnos, pueden quedarse con la
idea de que lo importante es ganar hablando muy bien, y que la verdad no importa. Y así convertirlos
en perfectos sofistas; maestros de un lenguaje que trata de dominar al otro con perfectos argumentos y brillante oratoria, y
que ignora la verdad.
Y
aunque esto es así en muchos ámbitos de la vida, sobre todo en los ámbitos
judicial y político, no es lo deseable por inmoral, por estar alejado de los
principios éticos más elementales.
"El mal
uso del lenguaje introduce el mal en nuestra alma". Esta frase, atribuida a
Sócrates, mete el dedo en la llaga. Si nuestro objetivo, cuando tomamos la
palabra, es vencer al adversario más allá de que consideremos verdad o no lo que
decimos o lo que dice, estamos haciendo un mal uso del lenguaje, y eso introduce el mal en
nuestra alma, en nuestra vida.
Ya lo
decía también Antonio Machado. Tu verdad no, la verdad, y ven conmigo a
buscarla, la tuya, guárdatela. Y esa búsqueda de la verdad, juntos, aun
partiendo de posiciones opuestas, debe ser el sentido último de las ligas de debate. Porque debemos tener muy claro que son un entrenamiento. No más que un entrenamiento. Y el ganar o perder es parte del entrenamiento, porque la verdadera victoria estará en acercarnos a la verdad mediante el diálogo y el consenso de tal modo que, tras el debate, hayamos ganado todos.
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