Domingo
de lluvia y frío. Cielo gris. Calles mojadas. Montes y campos colmándose de
vida. ¡Ya era hora! Sentado junto al fuego releo, una vez más, no me canso,
Platero y yo. Y llego por azar al capítulo CXVIII, titulado invierno. Tres frases
consecutivas se me hacen tan personales y reales, tan ciertas, que me conmuevo. "Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones". Y entonces me digo,
voy a compartir en el blog el capítulo entero.
Dios
está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve. Y las
últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas exangües,
se cargan de diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de cristal, un
Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se
le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se queda mustia y triste, igual
que la mía.
El
agua debe de ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál corren, felices, los
niños bajo ella, recios v colorados, al aire las piernas. Ve cómo los gorriones
se entran todos, en bullanguero bando súbito, en la yedra, en la escuela,
Platero, como dice Darbón, tu médico.
Llueve.
Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo corren las canales
del tejado. Mira cómo se limpian las acacias, negras ya y un poco doradas
todavía; cómo torna a navegar por la
cuneta el barquito de los niños, parado ayer entre la hierba. Mira ahora, en
este sol instantáneo y débil, cuán bello el arco iris que sale de la iglesia y
muere, en una vaga irisación, a nuestro lado.
¡Feliz
domingo de lluvia, y nieve tierra adentro, no muy lejos!
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