Sucedió
el día del Concierto de Navidad. Entrábamos en el auditorio cuando un antiguo
alumno, al que había saludado hacía un momento, se me acercó y me dijo que
quería decirme algo.
Y fue
un grandísimo regalo lo que me dijo. A él no le gustaba leer, y gracias a
aquellas clases de lengua, ya muy lejanas, en las que entre otros leímos El Camino, de Miguel Delibes, se
aficionó a la lectura; y hoy, muchos años después, sigue siendo un ávido lector
de esos que, como a mí, le gustan los libros de papel, su tacto y su olor, y
tenerlos en casa.
Y yo
recibí aquella palabras de gratitud entre sorprendido y agradecido. No sé muy
bien qué le dije, pero sí sé que intenté trasmitirle la alegría que con sus
palabras me había dado. Y entré en el concierto.
Arropado
por la música de la banda pensaba que hechos como estos justifican una vocación.
Es lo más que a un profesor de lengua se le puede decir, el mayor regalo que se
le puede hacer. Decirle que ha abierto a sus alumnos las puertas de la
literatura, permitiéndoles entrar en un mundo tan inmenso como maravilloso,
porque estoy convencido de que no se vive igual leyendo que sin leer. La
literatura, si te toca, te transforma.
Además
se añadía a mis pensamientos el momento actual de mi vida en el que determinadas
circunstancias médicas me apartan temporalmente de entrar en el aula. Y queda
ya muy poco para la jubilación.
Quiero
pues agradecer de todo corazón, a mi antiguo alumno, sus palabras. Y a Miguel
Delibes, y con él, a todos los que a través de mis clases han entrado en las
vidas de mis alumnos, su obra. Porque yo, después de todo, lo único que he
hecho es facilitar el encuentro de sus jóvenes vidas con las de los autores de
los libros con los que hemos gozado juntos.
Sí,
tengo en común con este buen hombre que me dio la alegría, y con muchos más,
que de mil maneras diferentes también me lo han dicho, a Daniel el Mochuelo; Germán el Tiñoso; Roque el Moñigo;
don José, que era un gran santo; las Guindillas…
¡Y qué
bonito ese eso!
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