Europa
se llena de símbolos navideños religiosos y no religiosos en estas fechas. España
también, pero los símbolos religiosos van a menos. Eso de convivir y coexistir
desde la pluralidad no lo llevamos tan bien.
Un día
de estos, paseando de noche por un bonito pueblo de la provincia de Teruel,
todo adornado, por cierto con mucho gusto, llegamos a una de sus entradas al
casco antiguo donde tradicionalmente ponían con luces un belencito. Ahora las
luces decían, comarca Gúdar Javalambre.
Y uno,
cuando lo ve, piensa ¡Ah, pues muy bien! ¡Y yo me llamo Manolo! Y le invade el profundo sentimiento de
que este país no tiene remedio; de que la ignorancia disfrazada de progresía, y
la imbecilidad de democracia, se han instalado para quedarse.
Y la
certeza de que por este camino nunca, nunca llegaremos a ningún sitio donde no
hayamos estado ya antes. La certeza de que no hay futuro posible, de que esto
es como una tragedia griega; hagamos lo que hagamos el destino está escrito, y
en negro.
Estoy
convencido de que en este pueblo, como en toda España, la gente piensa sobre
esta cuestión de tres formas distintas. A unos, y no creo que sean pocos, les
da igual lo que pongan en calles y plazas. A otros les gustaría poder llevar a
sus hijos a ver el belén a la calle, y encontrar por doquier niñitos jesuses,
marías, josés y reyes magos, dibujados con luces o de otras mil formas. Y a otros cualquier signo
religioso les molesta, ellos sabrán por qué.
Y estoy
convencido también de que este último grupo no llega a la mitad de la población
ni de lejos. Pero donde mandan, imponen, y ni se plantean que a muchos de sus
vecinos, de sus conciudadanos, probablemente a la mayoría, esa ausencia de símbolos
religiosos navideños o les da igual, o les molesta porque los echan en falta.
Pero ellos, como adalides del progreso y la democracia, han de limpiar calles,
plazas, instituciones y hasta montañas, de signos arcaicos, recuerdo de un
pasado oscuro y siniestro.
Porque
seguir a estas alturas con esa inquina contra lo religioso, confundiendo fe y
cultura, y tratar, en virtud de ese odio cerval, de limpiar nuestra cultura de
todo aquello que tenga que ver con la religión, sí es oscuro y siniestro; aunque por estos lares arcaico no; está a la orden del día. Tendrían que saber
que erradicar los símbolos religiosos de la Navidad no es un atentado contra la
religión, sino contra nuestra propia cultura, a la que le provocamos un
auténtico desgarrón, una mutilación, y la empobrecemos.
Desde
tiempos de Roma, el cristianismo ha sido, quieran o no, con sus luces y sus
sombras, como todo lo también humano, un pilar esencial de nuestra cultura. En
la lengua, en la música, en la pintura, en la arquitectura, en las costumbres,
en el derecho, en las tradiciones, en el paisaje, hasta en las carreteras… está
presente de un modo que mucha gente ni imagina. Y asumir y proteger esa
realidad nada tiene que ver con ser creyente o no; ni siquiera con que te
caigan bien o mal los curas o la Iglesia.
Y aquí
está la confusión. Creen, en su arrogante ignorancia, que poner un belén en la plaza del
pueblo, o en vez de comarca Gúdar Javalambre, un niño Jesús con sus papás, es
algo religioso. Y no, eso es algo cultural, esencialmente cultural. Y unos
papás no creyentes pueden llevar a sus hijos a verlo, y contarles que es un
cuento bonito, pero que eso nunca pasó; o decirles que es un antiguo mito en el
que la abuela, que era analfabeta, creía a pie juntillas. Y no pasaría nada.
Allá ellos con la educación de sus retoños.
Estoy
convencido de que hay muchos no creyentes, de mente abierta y libre, limpios de
prejuicios y resquemores, que estarán totalmente de acuerdo con estas líneas
que he escrito. Que dirán conmigo que el árbol, Papá Noel, los Reyes Magos y el
belén, pueden convivir perfectamente, porque todo ello no es más que una
manifestación de nuestra cultura de origen religioso, pero que actualmente
puede y debe seguir presente en una sociedad laica que sea de verdad plural y
democrática, y capaz de reconocer y respetar sus propias raíces.
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