Morir
un Viernes Santo por la tarde, en paz, rodeada de los suyos, poco después de
que en su parroquia se leyera la Pasión, y ser enterrada el Domingo de Pascua
por la mañana, es una casualidad tan redonda que me anonada, porque rompe los
límites de lo que es la casualidad y me sumerge en otra realidad que me supera
y ante lo que no puedo más que decir, gracias Señor.
Isabel
se ha ido en paz; todo ha sucedido como ella hubiera querido que sucediese, y a
nosotros nos ha dejado aquí tristes por su ausencia pero con un hondo
sentimiento de gratitud por su vida y por su muerte.
Ella
tenía ganas de llegar a la Casa del Padre. Cuando ya en el hospital iba
sumiéndose en el sueño y no respondía a casi nada, fue a visitarla don Ricardo,
su párroco. Dice quien allí estaba que “reviscoló” por unos momentos llena de
alegría. Hoy, don Ricardo, en la homilía nos lo ha dicho a todos. En él, con
los ojos de su fe profunda, vio a Jesús, al Cristo que ya estaba junto a ella,
muy cerquita, para llevarla de la mano a la Casa del Padre.
Necesito
tiempo, necesitamos tiempo para para entender cabalmente todo lo sucedido en
esta Semana Santa tan especial para nosotros. Y aunque cambien las fechas, será
el Viernes Santo cuando recordaremos su partida y el Domingo de Pascua cuando celebraremos
su Vida para siempre.
Gracias
es la única palabra que puedo decir. No me sale otra. Gracias al pueblo, a su
pueblo que ha estado tan cerca estos días. Gracias a tantos amigos que nos han
acompañado. Gracias a Isabel, la madre de mi esposa, que ha hecho de su vida y
de su muerte un regalo para todos. Y gracias a Dios por su presencia, a veces
abrumadora, en nuestras vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario