Levántate,
amada mía, hermosa mía, y ven conmigo. Pues mira, ha pasado el invierno, ha
cesado la lluvia y se ha ido. Han
aparecido las flores en la tierra; ha llegado el tiempo de la poda, y se oye la
voz de la tórtola en nuestra tierra. La higuera ha madurado sus higos, y las
vides en flor han esparcido su fragancia. Levántate amada mía, hermosa mía, y
ven conmigo.
Estas
son las palabras del Cantar de los cantares que han sonado en mi interior
cuando Isabel, la madre de mi esposa, ha partido a la Casa del Padre. Hoy, un
frío y lluvioso Viernes Santo. Conociéndola a ella, todo un lujo. Viernes Santo y por la tarde…
La
madre de mi esposa. Nunca la he llamado suegra porque esa palabra tiene unas
connotaciones que para nada se han ajustado en ningún momento a lo que ella ha sido para mí. Respetuosa,
cariñosa, comprensiva, discreta, me acogió en casa como a un hijo más,
haciéndome sentir siempre cómodo y a gusto.
Ni a
ella ni a su esposo Jesús, que ya está hace años en el seno del Padre, tengo ni
el más mínimo reproche que hacerles, y sí mucho que agradecerles. Sobre todo el
haber traído al mundo a Isabel, mi mujer, el haberla educado en la fe con todo
lo que eso significa, y el habérmela entregado, valga la expresión, como un
maravilloso regalo de Dios.
Madre
ejemplar de familia, trabajadora hasta la extenuación, fuerte ante el dolor,
alegre, y de una profunda fe, con una constante implicación en su parroquia y un
claro testimonio cristiano, ha tenido una vida plena, llena de sentido. Una
vida de estas de las que puede uno irse en paz.
Y
así creo que es como se ha ido; en paz, apagándose como una velita que se queda
sin cera. Y se ha ido a encontrarse cara a cara con ese Dios en el que creyó
toda su vida, a ese Cielo Nuevo y esa Tierra Nueva donde ya no hay ni muerte,
ni luto, ni llanto ni dolor.
Y yo
te pido ahora Isabel, que nos ilumines con esa
luz que tú ya tienes para que podamos creer de verdad que todas tus esperanzas se han cumplido con creces. Que aunque no lo entendamos, aunque nos parezca demasiado
bonito para ser verdad, es la verdad. Una verdad en la que tú has creído toda
tu vida, y que ahora gozas en plenitud.
¡Que
estamos llamados a la vida para siempre! y que más allá, en un más allá que no
podemos ni imaginar, te habrás encontrado con tu querido esposo Jesús, con tu
hijo José Mari y con todos los que aquí amaste. Y que el Padre que te ha esperado desde siempre con los brazos abiertos, te abrazará ahora con una inmensa alegría que también será tuya, una
alegría que ya nunca nadie te podrá quitar.
De
todo corazón, de verdad, gracias por tu vida, Isabel.
Bonitas palabras. Lo siento mucho y un abrazo para todos
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