La cruz
es un escándalo, dice san Pablo. Y no le falta razón. Un escándalo, un absurdo,
un sinsentido. Y más si cabe, con lo que sabemos hoy en día. ¿Qué sentido puede
tener que Dios, creador de un universo inabarcable, se fije en un minúsculo
planeta y muera por sus habitantes; un universo donde en miles de millones de
planetas puede haber surgido la vida y evolucionado durante millones de años
quién sabe de qué forma?
Es
esta una reflexión que da miedo hacer porque te aboca al abismo de perder la fe,
pero también te puede llevar a la paz de sentirla fortalecida. El mismo
argumento que te puede hacer creer que eso es imposible, una solemne y anacrónica estupidez, te lleva a postrarte,
perplejo y abrumado, ante la cruz.
¿Qué
es el hombre para que te acuerdes de él? Dice el salmo. Nada, nadie, un breve
brote vida entre la nada y la nada; o una criatura de ese Dios del universo
amada por Él hasta la muerte.
Si el
mal pone a prueba la fe, no la pone menos a prueba la grandeza absoluta y la
complejidad insondable de la creación. El Hijo de ese Dios del universo, muere
en una cruz, en un momento de nuestra historia, para liberarnos de ese mal, y
decirnos así que el motor último de todo lo existente es el amor.
Sí, un
sinsentido que es lo único que puede dar sentido a la alegría y al dolor, a la
vida y a la muerte, a nuestra existencia en un pequeño planeta perdido en la
vastedad del universo.
Quiero
acabar, hoy Viernes Santo, esta reflexión, con un poema de Rosalía de Castro
que se hace la misma pregunta y nos da su respuesta.
Si
medito en tu eterna grandeza,
buen
Dios, a quien nunca veo,
y
levanto asombrada los ojos
hacia
el alto firmamento
que
llenaste de mundos y mundos...
toda
conturbada, pienso
que
soy menos que un átomo leve
perdido
en el universo;
nada,
en fin... y que al cabo en la nada
han de
perderse mis restos.
Mas si
cuando el dolor y la duda
me
atormentan, corro al templo,
y a
los pies de la Cruz un refugio
busco
ansiosa implorando remedio,
de
Jesús el cruento martirio
tanto
conmueve mi pecho,
y
adivino tan dulces promesas
en sus
dolores acerbos,
que
cual niño que reposa
en el
regazo materno,
después
de llorar, tranquila
tras
la expiación, espero
que
allá donde Dios habita
he de
proseguir viviendo.
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