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Llegué
un día de estos a una montaña y había allí una familia compuesta por papá,
mamá, una niña de unos 6 añitos y un chavalín que rondaría los 12.
Hasta
ahí todo muy bien. Una forma bonita y sana de pasar un día de fiesta en
familia. El espectáculo era soberbio. Un amplio panorama de llanuras y
montañas, el mar, y un cielo azul y luminoso, raro de ver últimamente por aquí. Acababan
de llegar cuando llegué yo por otro camino. Papá, mamá y la niña oteaban el
horizonte hacia los cuatro puntos cardinales, contemplando y nombrando lo que
reconocían. El chavalín, sentado junto al vértice geodésico, solo miraba atento
y abstraído, la pantallita de su móvil. Pensé,
lo dejará en algún momento. Y me fui, para no molestarles, a la otra cima de la
montaña, ya que tiene dos. El niño seguía con su móvil. Y pasó un buen rato. Y
seguía, y seguía. No le vi levantar la cabeza en ningún momento. Él no
había subido la montaña. Él no
estaba con su familia. Cuando
acabé de comer, ellos ya venían hacia la cima donde estaba yo, y empecé el
descenso sintiendo por aquel chiquillo toda la pena del mundo. |
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