Salimos a la calle para ir a trabajar una tarde tibia
de otoño y nos envolvíó esa luz dulce de estos meses que tanto me gusta.
Faltaba poco para las tres. El ambiente era plácido, agradable.
De pronto, escuchamos “hijo de puta, mal nacido,
cabrón” a voz en grito. Era un niño de unos doce años que parecía insultar, o
saludar, no sé, a otro que desde lejos pero con idéntica vehemencia le
respondía con vocablos no menos contundentes.
A renglón seguido, una moza de unos 16 añitos, que andaba cerca manipulando su móvil, se unió al chavalín gritando, sin dejar de mirar
el aparatito y sin perder la compostura, “joputa, cabrón, mal cáncer te coja y
te mate, que te jodan” y siguió calle abajo tan tranquila, atenta a lo suyo.
Era una plácida tarde de otoño. Era.
Debe ser que me estoy haciendo mayor, viejo, hablando
en plata, pero aquello me molestó, me resultó desagradable y pensé dos cositas.
La primera, la más inmediata. ¿Por qué diablos tengo
yo que aguantar semejantes groserías? Me sentí vulnerado en mis derechos de
ciudadano que trabaja honradamente, paga sus impuestos e intentar no molestar
nunca a nadie.
La segunda. ¿Qué familia, qué colegio, qué sociedad
hay detrás de estos dos individuos tan jóvenes como soeces? Y más aún ¿qué hay
dentro de ellos, qué hay en esas cabecitas?
Y luego me dije: Jesús, lo que pasa es que no eres lo
suficientemente “progre”, no tienes la mente abierta, no eres tolerante, ni
tienes talante de ese…
Sí, debe ser eso. Que como me hago viejo, estoy
perdiendo esas virtudes sociales, propias de la juventud, tales como la
progresía, la apertura de mente, la tolerancia y el talante ese…, que dicho
sea de paso nunca he sabido qué diablos es. Virtudes que me hubieran permitido gozar de la contemplación de un tierno mozalbete y una tierna “mozalbeta” expresándose
libremente en la vía pública, mientras les acariciaba el sol de la tarde
otoñal.
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