Volviendo un domingo por la tarde de los Pirineos,
la hija de unos amigos del valle de Arán que estudiaba en Valencia, y se vino con nosotros,
escuchó atentamente la historia del hombre de los caracoles que tuvo lugar muy
cerca de su casa.
Al acabar le dije que pese a lo misterioso de lo
acaecido, creo que podría explicarse de un modo racional. Extrañas casualidades
después de todo.
Entonces nos sorprendió diciendo que ella sí creía
que sucedieran acontecimientos que están más allá de lo conocido, más allá de
lo racional. Y nos contó algo que le había sucedido a ella misma. Nos lo contó
en primera persona. Confieso que sentí escalofríos.
Dijo así.
Vivía su familia entonces en una casa de madera y
piedra, en el bosque, junto a un pequeño lago, no muy lejos de la carretera.
Desde muy pequeña, recuerda que había noches en que algo la despertaba y
entonces, en la penumbra de la habitación veía, o creía ver una figura humana a
los pies de la cama, contemplándola.
Gritaba y sus padres acudían junto a ella. Otra
pesadilla. Terrores nocturnos. La calmaban y se quedaba uno de ellos hasta que
se dormía otra vez.
Fueron pasando los años y aquellas “apariciones”
continuaron de un modo muy irregular. A veces dos en una semana,
otras veces en un mes no pasaba nada. Y ella gritaba cada que aquella figura la
visitaba en la noche.
Nos decía que nunca le vio la cara, que nunca dijo
nada. Se adivinaba que vestía un gabán y una gorra y que llevaba algo en la
mano que nunca llegó a ver.
Sus padres la llevaron al médico que no le dio más
importancia, ni más explicación que la de las típicas pesadillas infantiles.
Ella fue acostumbrándose y empezó a vivirlo con una extraña naturalidad que a
ella misma le sorprendía. Empezó a percibir aquella presencia como algo bueno, como
alguien bueno. Y ya no contaba nada a nadie, ¿para qué? No la creían.
A medida que creció las “visitas” se fueron
espaciando. Ya hacía tiempo que no gritaba. Se quedaba quieta en la cama, con
el corazón latiendo fuerte, intentando escudriñar eso que tenía ante ella,
intentando ver qué era, quién era. Una noche estuvo a punto de hablarle, nunca
lo había hecho, de levantarse en la oscuridad e ir hacia él. Ya hacía tiempo
que se sentía en paz en su presencia. Nunca más volvió. Tendría unos 16 años
entonces. Y todo aquello quedó como un íntimo recuerdo de la infancia tan
vívido como extraño.
Años después, hicieron una reforma en la casa. Fueron
a vaciar el desván su madre y ella. Había allí un viejo baúl. Cuando lo
abrieron y empezaron a sacar lo que había dentro, nos decía, “el corazón me dio
un vuelco”.
- Mamá, ese gabán, esa gorra…la pipa. Eso era, ¡una
pipa! ¿Qué hace esto aquí?
- Esto es todo de tu abuelo. ¡Cómo le hubiera gustado
conocerte! Era su gran ilusión. Conocer a su primera nieta.
Y mirándome muy hondo a los ojos, que se le
humedecían deprisa, intuyó lo que iba a decirle.
- Mamá, esto es lo que llevaba el hombre que venía
por las noches… a verme.
Entonces se abrazaron y estuvieron un buen rato
llorando, junto al baúl del abuelo. El abuelo había muerto unos meses antes de
nacer ella.
¿De verdad, de verdad que te ha pasado esto? Le
preguntamos sintiendo ese escalofrío que nos provoca el misterio cuando roza
nuestras vidas. Sí, nos aseguró que era verdad. Que era la pura verdad.
Y nos dijimos que, después de todo, esas dos
personas, una en la penumbra de su habitación y la otra en la oscuridad de la
niebla, eran buenas. No había nada que temer. Y fue bonito llegar a esa
conclusión.
Nosotros, rozando el abismo nos habíamos agarrado a
la vida gracias a aquel hombre que cogía caracoles. Su abuelo había estado con
ella más allá de la muerte y ella había acabado sintiéndose en paz en su
presencia.
Eran buenas.
NOTA:
Si lees esta historia y no conoces la del hombre de
los caracoles, escribe en el buscador del blog el hombre de los caracoles y la
podrás leer.
Es lo que hubiera querido el abuelo. |
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