Iluminada por la suave luz de la tarde de
octubre, esta hoja de vid era todo un espectáculo. Desde su humildad, invitaba
a detenernos junto a ella, a contemplarla un rato.
Una brisa tibia sonaba en los
chopos dorados, trayendo el rumor del agua de la fuente próxima. A lo lejos, se
escuchaba el tintineo de las esquilas de un rebaño que regresaba al redil, el
ladrido de un perro… Nada de esto rompía el silencio profundo y vivo de la
tarde otoñal.
Y yo contemplaba la belleza sencilla y
absoluta de la hoja que pronto caerá y será tierra. Anunciaban vientos fuertes
y lluvias. Pero en aquel momento, esa hoja magnífica era, y era toda para mí. Y
la disfruté.
Sí, solo para mí, una belleza rotunda,
simplemente porque había puesto mi mirada en ella. Ése había sido mi único
mérito. Ya veis. El resto, que era todo, era suyo.
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