Invierno. El viento sopla recio y frío. Nubarrones
dispersos, en su apresurado viaje hacia el mar, descargan chubascos breves y
rotundos aquí y allá. El cielo es de azul norte. El sol calienta apenas.
En la casa, ya vencida por el tiempo, mis tíos, jóvenes
cuando yo niño, se calientan sentados junto a una mesa camilla, cuyo faldón
recoge el calor de una estufita eléctrica, de las de toda la vida. Y sobre la
mesa, nada, o quizá todo, quizá el recuerdo de toda una vida ya muy larga, de
duros inviernos, de primaveras verdes y tibias, de veranos de vendimia y mosto,
de otoños de frutos y retorno al fuego.
Y ahí estaba. En el rincón de siempre. El botijo. El
botijo sigue en su sitio. Me han dicho que ya no le ponen agua, pero ahí sigue,
sobre su platito de plástico verde y su tapetito. Donde siempre. Y junto a él, una sillita de boga y una planta de las de toda la vida. Todo igual que hace
40, 50, 60 años…
Allí aprendí yo a beber en botijo, entre las risas
cariñosas de los que me enseñaban. ¡Pesaba tanto! Y en esas sillitas nos sentábamos mis hermanos y yo,
cuando los mayores hablaban de sus cosas y nos aburríamos, o estábamos cansados
de jugar, o habíamos hecho una barrabasada y nos decían que nos estuviéramos
quietos y no nos moviéramos de allí.
Y de pie junto a las plantas, nos pegábamos a la
pared para dejar que pasara al corral la burra o la mula, pisando fuerte sobre
el suelo empedrado de la casa y luego el carro, con sus ruedas de llanta,
produciendo ese sonido, ya perdido, pero para mi inolvidable.
Sí, ese botijo en su rincón, la silla y la planta, me
han traslado a aquellos lejanos días de mi infancia en Fuente la Higuera , donde creo que
aprendí a amar los pinos, el campo, las fuentes, el cielo, el perfume fuerte
del lagar, el aroma del embutido asándose sobre sarmientos, los horizontes
amplios, la luz de las tardes de septiembre y el fresco vivificante de las
mañanas tempranas de finales del verano…
Luego había que volver, y lo digo con palabras de
Antonio Machado, a la “aborrecida escuela” y Fuente la Higuera se quedaba atrás,
como un sueño de libertad, de vida plena, tan fugaz como hermoso. Faltaba un
año para volver. Quizá, con algo de suerte, volveríamos por Santa Bárbara. ¡Dios,
qué largo era un año!
De esto han pasado ya muchos, y la memoria de aquel tiempo, cada vez
más clara cuanto más lejana, se convierte en una luz que ilumina el presente
dando respuesta a muchas preguntas sobre por qué una vida, la mía, ha sido como
ha sido, está siendo como está siendo.
Fijaos en el inmenso poder de un botijo, una sillita
de boga y una planta de las de siempre…
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