Hemos
asistido esta tarde al entierro de la madre de un amigo sacerdote. En un
momento de la celebración, ya acabando, nuestro amigo ha compartido con todos
los presentes, desde el altar, una pregunta que, en los últimos días, sabiéndose
ya a las puertas de la muerte, le hacía su madre, insistentemente, “¿aniré al Cel?,
¿estarà el Nostre Senyor esperant-me?”.
Y a nosotros nos ha reconfortado esa pregunta, porque era una pregunta llena de fe. Una pregunta
desde la fe. No le preguntaba si habrá un Cielo, si realmente existe un Dios
que la espera. Eso lo daba por supuesto. Preguntaba, desde la más profunda
humildad, si sería digna de entrar en ese Cielo, de ser abrazada por ese Dios.
Y ese
Dios que perdona porque ama, que acoge porque ama, que libera porque ama, que es
Dios porque es el amor absoluto, habrá perdonado, acogido, liberado a la buena
mujer que por humildad, quizá también por creer que, después de todo, es la
esperanza cierta demasiado hermosa, dudaba de si era merecedora de tanta dicha.
No de que esa dicha existiera.
Sí, nos ha conmovido la fe de esta madre a la que nunca conocimos. Ha sido un regalo
que nos ha hecho, quizá el último regalo de su vida aquí. Y ese regalo, a su
hijo, a nuestro amigo, bien puede llenarle de gozo más allá del inevitable
dolor, del desgarro tan hondo de la separación. La profunda fe de quien le dio
la vida.
Como te
ha dicho un compañero en la homilía: “Ta mare està en el Cel”. Y nosotros te lo decimos, Vicent, y te lo
decimos porque creemos y porque queremos creer, frente al miedo, frente a la duda, frente al vacío: ¡Claro
que la estaba esperando Nuestro Señor, y con los brazos abiertos!
Un abrazo de Isabel y Jesús.
Un abrazo de Isabel y Jesús.
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