Hoy ha
sido un día muy especial para mí. Nací hace 61 otoños, pero no es sólo esto lo que lo
hace especial, que también, sino el hecho de que, después de algo más de 34 años, dejo de dar clases de
lengua española, de castellano.
Estos
días pasados me fui despidiendo de los grupos a los que iba por última vez. Y
ha sido muy bonito ver cómo mis alumnos, a su manera, me han trasmitido que han
estado a gusto conmigo. Ha habido aplausos envueltos en barullo, deseos
explícitos de que no me vaya “tan pronto”, comentarios personales de los que te
llegan dentro, mucho más dentro de lo que ellos se puedan imaginar, miradas y
gestos que hablaban en silencio… También imagino que habrá a quien le dé igual,
o incluso se alegre. Es normal.
Charradores
impenitentes casi todos, “perretes” algunos, trabajadores otros, tranquilos los
menos, inquietos los más; cada uno con el fardo de su aún corta vida a sus
espaldas, fardos algunos muy pesados, y que ya llevan, a sus años, con entereza
y dignidad. Yo también he estado a gusto con ellos y, aunque a veces me hacían enfadar,
siempre me he sentido acogido. Olvidaban y olvidaba, y seguíamos adelante.
Decepcionado
profundamente de la educación en este país, ha sido en ellos, en mis alumnos,
donde he encontrado la fuerza para mantener encendida la llama de la vocación.
En ellos y en el convencimiento profundo de que yo podía ofrecerles algo muy
grande, una joya preciosa, un tesoro: la lengua castellana de la que estoy
perdidamente enamorado.
Por
encima de programaciones, evaluaciones, libros de texto, metodologías,
innovaciones, normativas y demás hojarasca, he intentado siempre que
descubrieran la magnífica estructura de la lengua, que disfrutaran con ella. He
intentado que se enamoraran, aunque fuera un poco, de la literatura. Que se
aficionaran a leer. Que se atrevieran a escribir.
No se
me olvidará nunca el día, ya hace algún tiempo, en que después de leer en un grupo Elegía de Miguel Hernández, que
escucharon en un impresionante silencio, prorrumpieron espontáneamente en
aplausos. O el más próximo en el que otro grupo hizo lo mismo, tras escuchar
atentamente el argumento del Cantar de Mío Cid.
Tampoco
se me pueden olvidar los recitales, los cortos sobre poemas, los libros leídos en
clase, cuando había más tiempo para la lengua española, aquellas fichas de
literatura con sus exámenes orales…Y cómo no, los “Cipis”, muchos de los cuales
han sido, y siguen siendo, auténticas maravillas, hechas con tiempo y con
cariño.
Siempre
he sentido el peso de la responsabilidad de ser yo quien podía facilitar ese
encuentro entre el castellano y mis alumnos. Y a veces me ha pesado más de lo
que nadie se imagina. Me he esforzado por estar a la altura, y sé que muchas veces no lo he
conseguido.
Valga pues
decir, a modo de disculpa, que he hecho lo que he podido y he sabido, aunque
cuando llega un día como hoy, te das cuenta con absoluta certeza de que aún
podías haber hecho más, o quizá de otra forma… Pido pues perdón por los
errores, por los olvidos, por los cansancios…
Pero
bueno, he sembrado. Es la tarea del maestro. Me gusta esa palabra. El que brote
la semilla está más allá de mí y de mis limitaciones, y ahora más allá todavía.
Dejo
de enseñar lengua española tranquilo y orgulloso de haberlo hecho. Seguiré aún unos años en el cole,
en horario reducido, a disposición de lo que la dirección tenga a bien
encomendarme y, junto a mis compañeros, a disposición de mis alumnos, como les he hecho saber. Si les
puedo ser útil, será para mí un placer acompañarles un poco más, como ellos me
han acompañado a lo largo de estos 34 años.
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