Este
lunes pasado estábamos, Isabel y yo, cenando con unos amigos en La Eliana, en
una terracita con sus estufitas, la mar de a gusto. El interior del establecimiento,
donde, por cierto, se come muy bien, estaba lleno.
De
repente, una jauría compuesta por seis niños de edades comprendidas, más o
menos, entre los cinco y los siete años, emergieron tumultuosamente del
interior del bar, donde apaciblemente cenaban sus progenitores, y empezaron a
dar la murga.
Ne era
una murga normalita, no. Gritos excesivos a todas luces, carreras, revoloteos
por entre las mesas, hasta llegaron a meterse debajo de una en la que cenaban
tres chavales. Además interrumpían el paso a los camareros que tenían que
esquivarlos como podían.
Sus
amantísimos padres cenaban, como he dicho, apaciblemente, aunque hay que decir en honor a la verdad que
uno de ellos, siempre muy sonriente, se asomaba de vez en cuando, y parece ser
que con amor y misericordia pedagógica les decía algo que no surtía efecto
alguno.
En un
momento determinado, uno de los chavales de la mesa contigua, harto del
escándalo, les dijo a los chiquillos claramente que estaban molestando, y que
no gritaran tanto. El mayorcito de los niños, muy mono él y lleno de rulitos
(su cabeza, se entiende) le contestó, “eso es lo que nos ha dicho mi papá” y
siguió a lo suyo, sin que la advertencia sirviera para nada.
Sus
papás seguían cenando pacíficamente, dentro. Nosotros, aguantando a sus retoños
fuera.
Molestaban
los niños, y molestaba la actitud de los padres. ¿Qué hacer? Los niños, caso no
hacían a nadie. Soltarles un sopapo, aunque apetecía, no procedía. Decírselo a
los papás era peligroso. Nos quedaba pedir ayuda a los camareros, y eso es lo
que hicieron los vecinos de mesa, lo que obtuvo por nuestra parte signos muy explícitos
de que nos solidarizábamos con ellos, de que les apoyábamos, de que estábamos
también bastante hartos de los chiquillos.
Sus
papás seguían cenando pacíficamente dentro. Nosotros, aguantando a sus retoños
fuera.
Algo
debió decirles el camarero porque, al momento, salió el papá sonriente e
introdujo a los niños en el local. Pero a quien molestaron entonces fue a ellos,
pues se pusieron en la puerta, y aunque amablemente les pedían que se
apartaran, lo hacían un momento, y volvían a la susodicha puerta complicándoles
bastante la faena.
Nosotros,
al menos, ya los teníamos algo más lejos
y a ratos. Algo es algo. Por fin, con gran parsimonia, las tres parejas de
progenitores, seguidos por sus retoños, salieron del bar y nos dejaron, a
todos, en paz, y se perdieron en la noche “elianera” envueltos en un aura de
civismo y buen hacer pedagógico.
¿Y
sabéis qué pensé? ¡Ay, pobres de los maestros que tengan que bregar cada día
con semejante chiquillería y poner encima buena cara a sus impresentables
papas! Porque fueron ellos, los papás, los que nos molestaron. Los niños,
después de todo eran eso, niños, niños sin límites.
Eso no se paga con dinero.
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