Noviembre.
Un día azul, limpio, un puntito fresco. Sierra de Espadán. Las cuatro de la
tarde. Paso por un rincón umbrío, próximo a la carretera. Es una explosión de
luz y color. No hay nadie. Silencio. Me siento en una roca, junto a un humilde
arroyo, cuyo murmullo se funde con el de las hojas de los árboles mecidas por
una suave brisa; a veces, se les oye caer a la tierra.
No
hace falta irse muy lejos para entrar en el alma del otoño.
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