Es
posible que, en esta entrada, mis palabras sean impúdicas, si entendemos por
impúdico lo que dice el diccionario de la RAE: carente de pudor o recato,
entendiendo por recato la primera acepción de esta palabra, cautela, reserva.
Sí, es
posible que en esta entrada no tenga reservas, no sea cauteloso con lo que
digo. Y os lo voy a decir claro, no quiero ser cauteloso, no quiero escribir
con reservas. A corazón abierto, como se lo he prometido a mi amigo Toni
después de su carta en facebook, como merecéis todos los que a lo largo de
estos años me habéis tenido, de un modo u otro, en vuestra vida, y ahora me lo
estáis diciendo, o no lo hacéis, pero lo sentís.
Será
porque hace ya mucho tiempo que sé que tengo mucho más pasado que futuro, me
estoy aferrando a lo bueno, a lo hermoso, con una fuerza, con un ansia
irrefrenable. Y siento la necesidad de gritar a los cuatro vientos que apuesto
sin reservas por la vida, y que hay mucha gente buena, y que el mundo es
hermoso, y que hay que plantarle cara al mal, porque debe ser hermoso para
todos.
Estoy
harto de violencia, de muerte, de odios, de desencuentros, de dolor. Harto de
que el mal, en todos sus manifestaciones, se haya convertido en el pan nuestro
de cada día. Y de que nos hayamos acostumbrado a él. De que lo respiremos como
el aire. De que ya no se nos acelere el pulso cuando vemos la muerte real o
virtual. De que no nos de vergüenza una violación, un asesinato, un campo de
refugiados, y nos sonroje el abrazo de un reencuentro, o nos parezca cursi manifestar
gratitud o cariño. No nos cuesta nada decirle a uno de qué mal ha de morir con
las peores palabras, pero nos cuesta decir “te quiero”, y ocultamos esa lágrima
que revelaría nuestra alegría o nuestro dolor.
Por
eso quiero proclamar lo bueno de todos estos años, lo mucho bueno, agradecerlo,
compartirlo, y enterrar lo malo, que lo ha habido, aunque nunca con los
alumnos. La memoria de la afrenta, hecha rencor, hace daño a quien lo siente,
no a la persona a quien va dirigido ese rencor. Y yo quiero vivir en paz.
Desde
mi primer encuentro, yo tenía 17 años, con los niños, en el grupo Junior, de la
Ciudad Fallera, hasta hoy, han pasado muchos años, y en todo este tiempo he recibido
siempre mucho más que he dado. Cuanto más me entregaba, más recibía.
Por
eso, cuando estos días me habéis abrumado con vuestras palabras, vuestros
gestos, vuestra gratitud, he llegado a sentirme incómodo, porque por mucho que
creáis que os he podido dar, me habéis dado mucho más vosotros a mí. Hasta el
último día. Me parecía injusto no dejar esto muy claro.
Me
habéis dado vida día a día, habéis justificado mi vocación, me habéis defendido
del triste deterioro del sistema educativo, me habéis dado aire cuando me
faltaba, porque a veces me faltaba, me habéis perdonado cuando me he equivocado,
habéis conseguido que siempre me sintiera acogido.
Es
gratitud el sentimiento que me lleva a escribir esto. Le doy gracias a Dios,
por su presencia en mi vida. A Isabel a quien tanto quiero y con quien tanto
quiero. A mi familia, a mis amigos de toda la vida, que han estado siempre ahí.
A mis compañeros de “fatigas escolares”. Y hoy, de un modo muy especial a
vosotros, alumnos, compañeros, amigos que habéis caminado junto a mí día tras
día, dándome siempre mucho más de lo que yo podía daros.
Gracias,
de todo corazón gracias.
¡Y que Dios
os bendiga!
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