Cosas
de nuestro mundo. Contraste, cuanto menos curioso, el que viví en Santo Domingo de Silos este
pasado domingo.
Salimos
de Soria con tiempo para llegar a la misa de once en el monasterio. El viaje
fue tranquilo. La carretera, casi solitaria, un placer, atravesando un paisaje
de cerros nevados, robledales y pinares, dehesas donde el ganado pastaba apaciblemente,
pueblos con sus campanarios rematados por cigüeñas… Luego, el bonito cañón que
nos deja ya en Santo Domingo de Silos, en el que el agua, brotando por doquier,
nos recordaba que la lluvia, este invierno, ha bendecido abundantemente
aquellas tierras.
En
misa éramos poca gente. Pronto entramos en ese ambiente de recogido
arrobamiento que envuelve allí cualquier celebración y mucho más la de la eucaristía de un domingo de cuaresma. Después, un
paseo por el claustro, colmándose de belleza la vista y el alma junto a ese "surtidor de
sombra y sueño que acongoja al cielo con su lanza", como dijo del ciprés Gerardo Diego.
Nevaba
a ratos, hacía frío y queríamos volver a Soria por Vinuesa y los pinares de la Laguna Negra. Mas, ¿cómo emprender ese nuevo camino sin atender debidamente a
nuestra humana corporeidad? Había que comer, y comimos bien en un mesón junto
al monasterio. Y aquí surgió la sorpresa, la nota chirriante y grotesca de un
mundo chirriante y grotesco.
El
local era cálido, acogedor. La comida, excelente. Bueno el servicio. Pero cuál
fue mi sorpresa cuando, al levantar la vista de la mesa, un culo masculino,
bueno, para ser exactos, una importante porción de un culo con su raya y todo en
medio, se mezcló repulsivamente con el plato de sopa castellana que me disponía
a degustar.
Isabel
y José Luis estaban de espaldas, esa suerte tuvieron; y no les dije nada.
¿Para qué? Pero yo tuve que convivir con esa visión mientras degustaba la sopa
castellana, el solomillo de novillo, y el postre, cada vez que levantaba los
ojos del plato, pues el mozo en cuestión estaba situado de tal modo que era imposible no verlo.
Un
culo, sí señores, un culo que debía estar arropado por su calzoncillo y su
pantalón, que para eso están, daba la “nota de color” al sosegado ambiente del
comedor y a la honda placidez del día. Grotesco, improcedente y hasta cómico. ¿Por qué no?
Pero que conste. Preferí quedarme con la cara cómica del asunto, y me hice a la idea de estar comiendo ante una pintura abstracta de esas que solo entiende el que la ha pintado y los sabidillos que le hacen la rosca. Sí, había que echar mano del sentido del humor y de la imaginación.
Lo
dicho. Cosas de nuestro mundo que a mí me chirrían siempre, pero que resultan
más chirriantes todavía cuando están tan fuera de lugar como allí estaban. Al
menos para nosotros, que teníamos el alma y el ánimo esponjados por el paisaje,
la nieve, la misa con sus cantos gregorianos, el claustro con su ciprés y la
perspectiva de un buen comer en aquel mesón castellano y un recorrido tranquilo por las tierras de Alvargonzález.
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