La
novela Castigos justificados, de los escritores suecos Michael Hjorth y Hans
Rosenfeldt, empieza con la carta que el antagonista (el contrario de los protagonistas) que firma como Catón el
Viejo, dirige al redactor jefe de un periódico.
Comparto
esta carta que me dio a conocer Isabel, que está leyendo la novela, porque
estoy absolutamente de acuerdo con ella. La hago mía íntegramente. Podéis
leerla, a ver qué os parece.
Estimado redactor jefe Källman:
Durante muchos años he leído su
publicación. Primero en forma de diario físico, pero desde hace unos años en
internet.
No siempre simpatizo con sus
opiniones, y de vez en cuando he cuestionado tanto la elección de temáticas
sobre las que se escribe como el enfoque que se da al reportaje, pero aun así
casi siempre he encontrado cierto placer en leer su periódico.
Sin embargo, ahora me siento en la
obligación de hacerle esta pregunta, al ser usted el responsable de la edición:
¿por qué su publicación rinde homenaje a la más pura idiotez?
¿En qué momento se decidió que la más
absoluta estupidez iba a ser destacada y convertida no sólo en norma, sino,
además, en algo deseable y envidiable?
¿Por qué informan y conceden espacio
a personas que ni siquiera saben en qué año estalló la segunda guerra mundial,
que no tienen ni los conocimientos más básicos de matemáticas y que sólo de
forma excepcional logran componer una frase completa? Personas cuyo único
talento es hacer morritos con la boca en los llamados selfies y cuyo único
mérito es haber hecho oficialmente el ridículo manteniendo relaciones sexuales
en alguno de los muchos realities que inundan nuestros canales de televisión
noche tras noche.
En mi trabajo me cruzo con mucha
gente joven. Diligente, inteligente, implicada y ambiciosa. Personas jóvenes
que siguen los debates, absorben conocimiento, piensan de modo crítico y
estudian para conseguir, a la larga, un trabajo interesante y desafiante con el
que contribuir a la sociedad. Jóvenes que tienen aspiraciones. Que tienen
conocimiento.
Es a ellos a quienes deberían dar
espacio. Es a ellos a quienes deberían intentar convertir en modelos. No a esos
seres ausentes de empatía, egoístas, obsesionados por la apariencia que, con
chatarra en la lengua y el cuerpo cubierto de vulgares tatuajes, alardean de su
bajo coeficiente intelectual y su inexistente cultura general.
Así que repito mi pregunta y
esperaré atentamente su respuesta en el periódico: ¿en qué momento se decidió
que la más absoluta estupidez iba a ser destacada y convertida no sólo en
norma, sino, además, en algo deseable y envidiable?
Reciba un cordial saludo,
¿La podríais firmar como
vuestra? Yo sí.
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