Me senté a comer apaciblemente en la plaza de un pueblo de la Serranía. Sólo una
fuente, un par de gorriones, el sol y yo. Un viento suave mantenía fresquito el
ambiente. No se oía nada más que el murmullo del agua y el rumor de alguna
conversación próxima que pronto se apagaba.
Miré
la fuente iluminada por el sol de otoño y me acordé de aquel capítulo de
Platero y yo titulado El niño y el agua. Y aunque el protagonista es un niño y
es verano, me sentí como él, jugando con el agua, en mi caso haciéndole fotos
desde la mesa del bar donde esperaba la comida.
Veía
yo también ese “palacio de frescura y de gracia” que contemplaban arrobados los
ojos negros del niño. Y ese palacio era, “igual siempre y renovado a cada
instante”.
Un “sepionet”
sabroso y bien cocinado y una cerveza, servidos por la amable señora que regenta
el bar, me sacaron de mi ensoñación literaria. Fue un rato bien bonito.
Cuando
llegué a casa y vi las fotos me sorprendió la exactitud de la metáfora de Juan
Ramón Jiménez: "Palacio de frescura y gracia, igual siempre y renovado a cada
instante".
Podéis
leer el capítulo y ver las fotos.
En la
sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón polvoriento que, por
despacio que se pise, lo llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido,
el niño está con la fuente, en grupo franco y risueño, cada uno con su alma.
Aunque no hay un solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que
los ojos repiten escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz:
Oasis.
Ya la
mañana tiene color de siesta y la chicharra sierra su olivo, en el corral de
San Francisco. El sol le da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el agua,
no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua
le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos
negros contemplan arrobados. Habla solo, sorbe su nariz, se rasca aquí y allá
entre sus harapos, con la otra mano. El palacio, igual siempre y renovado a
cada instante, vacila a veces. Y el niño se recoge entonces, se aprieta, se
sume en sí, para que ni ese latido de la sangre que cambia, con un cristal
movido solo, la imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la
sorprendida forma primera.
-
Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su
mano mi alma.
"Palacio de frescura y gracia,
igual siempre y renovado a cada instante".
No hay comentarios:
Publicar un comentario