Tenía
yo 24 años cuando asesinaron en El Salvador a Óscar Romero. Recuerdo como si
fuera ahora cuando me enteré de la noticia, estaba almorzando. Por aquel entonces había acabado la carrera y me
esperaba la mili. Daba, mientras tanto, clases de religión, enviado por el
arzobispado, en el colegio Santo Cáliz de Valencia; trabajaba activamente en el
Movimiento Junior de la parroquia de San Miguel y San Sebastián, y pronto lo haría en el
ámbito diocesano.
Fueron
aquellos días decisivos para mi forma de pensar y, a la postre, de vivir. Y he de decir que monseñor Romero, su vida y su muerte, tuvieron mucho que ver en ello.
Arzobispo
de San Salvador, tomó abierta y valientemente partido por la defensa de los
derechos humanos y de los pobres. Y eso le costó la vida a los 62 años. El día
24 de marzo de 1980, tras un retiro, celebraba por la tarde la eucaristía en la capilla de
la Divina Providencia, en San Salvador. Un francotirador, en el momento de la
consagración, le disparó un tiro en el corazón con una bala explosiva.
América
pronto lo “canonizó”, san Romero de América, le llamaban, a la espera de que la Iglesia lo reconociera como mártir
y lo elevara a los altares como santo. Grande será hoy el regocijo en aquellas
tierras hermanas. Y me alegro mucho por ellos y con ellos.
Monseñor
Romero, que ya había sufrido otro intento de asesinato, siguió los pasos de
Jesús en la defensa del hombre y su dignidad sabiendo, igual que Jesús sabía, que se la estaba jugando. Y el mundo, a él, igual que al Maestro, se los
quitó de encima violentamente.
Es
momento ahora de recordar a san Pablo cuando nos dice que si Cristo no ha
resucitado vana es nuestra fe. Es la resurrección de Jesús la que nos hace
fuertes y la que colma de sentido la vida y muerte de san Óscar Romero, y de
tanta y tanta gente que de mil maneras diferentes han dado su vida por el
hombre en el nombre de Dios. No han perdido la vida, la han ganado para siempre.
Quiero
acabar reproduciendo un fragmento de la homilía que pronunció en la catedral de
San Salvador el día antes de su muerte. No es la primera vez que lo reproduzco en el blog, pero es que me sigue impresionando por su valentía, por su fuerza, por la presencia rotunda de la palabra de Dios en cada palabra. Se la conoce como la Homilía de fuego,
y da escalofríos imaginar el templo abarrotado escuchando estas palabras:
Yo
quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército.
Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los
cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos
campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley
de Dios que dice: "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer
una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya
es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia
que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la
Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada
ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven
las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en
nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más
tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la
represión.
Y al
día siguiente lo mataron.
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