Cuando
esta tarde el Santísimo, en la procesión del Corpus, ha sido depositado por
Ricardo, nuestro cura párroco, en el altar de la casa de Isabel, la madre de mi
esposa, ha estado ella, en su ausencia, más presente que nunca.
La veo
con los ojos de la fe, sonriendo junto a su esposo y su hijo, viéndonos a todos
aquí, junto a ese altar que tantas veces montó con ilusión y cariño para gozar
por un momento de la presencia de Jesús en la eucaristía, en la misma puerta de
su casa. Y hoy ha estado viviendo ese momento con nosotros, ya de un modo
pleno, total, de un modo que, los que aquí la echamos en falta, no podemos ni
imaginar.
Porque
lo nuestro es fe, con todas las dudas y zozobras que la fe conlleva. Lo suyo ya
es plenitud, esperanza cumplida. Una plenitud a la que llegó aquel Viernes
Santo, en que partió, en paz, de este mundo a la casa del Padre, y que de algún
modo fue ya esbozada aquel domingo de Pascua inolvidable en que, tras una misa
de la que quedaría bien satisfecha, le dimos sepultura.
Hoy,
de algún modo hemos estado con ella, la hemos sabido entre nosotros. Y esperamos
volver a encontrarla en ese Cielo Nuevo y esa Tierra Nueva. Nosotros, hoy,
esperamos. Ella ya no espera. Ella sabe que nos encontraremos.
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