Acabo
de leer el libro de Arturo Pérez Reverte, publicado este mismo año, titulado
Una historia de España. Me ha encantado. Ya va por la segunda edición, cosa que
me alegra, porque pienso que debería leerlo mucha, mucha gente, para que así se
piense más y se digan menos gilipolleces de las que se piensan y se dicen.
Ya sé
que a este señor hay quien lo tacha de demagogo. Son los que no lo han leído o
son demagogos, porque el ladrón piensa que todos son de su condición, como dice
el refrán.
Un
conocimiento de la realidad del mundo, un alto nivel cultural, una
independencia intelectual a toda prueba y un gran sentido común que es el menos
común de los sentidos, avalan su trayectoria personal y profesional.
Acabado
este alegato en defensa de don Arturo, voy a exponer las cuatro reflexiones a
las que he llegado tras la lectura de su libro. Y una final de regalo.
La
primera es la grandeza de la historia, no de España, sino de este trozo de
planeta al que llamamos península Ibérica y que con el devenir del tiempo ha
coincidido, palmo arriba, palmo abajo, con España. Una historia para conocer,
entender y respetar, no para tergiversar, denostar y juzgar desde el prejuicio
y la incultura, como tantos hacen ahora.
La
segunda es que a este país bien podemos llamarle el país de las ocasiones
perdidas. Mil veces hemos tenido la ocasión de dar un paso definitivo adelante,
asumiendo el pasado pero trabajando para el futuro, y mil veces la hemos
pifiado. Ahora estamos pifiando una vez más la enésima ocasión que nos brindó la
Transición y la Constitución de 1978.
La
tercera es la presencia permanente de la sangre de Caín en nuestras venas.
Mucho nos cuesta entender al adversario, y pronto sentimos ese fuego que nos
impulsa no a convencer, sino a vencer y a exterminar al vencido. Yo siento ese
fuego a menudo. Soy español. Y me lleva a pecar de pensamiento, y en privado, a
veces, de palabra. Sólo yo sé lo que me cuesta contenerlo, porque así debe
estar, contenido, siempre contenido. Pero hay demasiada gente que ni lo
intenta, y hacen gala de ello, y siguen insensatamente jugando con ese fuego.
La
cuarta es que España es un gran país. Un país del que podemos y debemos
sentirnos orgullosos porque sus aportaciones a la historia de la humanidad son
incontestables. Y no es desde fuera desde donde nos niegan esta realidad, es
desde dentro mismo. Somos nosotros mismos los que arrastrados por un extraño
impulso suicida nos inmolamos continuamente ante el mundo para expiar supuestos
pecados, algunos ciertos, pecados de los que, por otra parte, nadie puede decir
estar limpio.
Son
cuatro de las muchas reflexiones que el libro me ha regalado. Hay muchas más. Pero
para acabar voy a compartir una más, un breve fragmento del último capítulo que
no es nada optimista. Yo tampoco lo soy. Un fragmento en el que sitúa la
educación como la llave del futuro. Sé de que hablo. Esa llave la hemos
perdido.
"Creo
–y seguramente me equivoco, pero es lo que de verdad creo- que España como nación,
como país, como conjunto histórico de naciones y pueblos, o como queramos
llamarlo, ha perdido el control de la educación escolar y la cultura. Y creo
que esa pérdida es irreparable, pues sin ellas somos incapaces de asentar un
futuro. De enseñar a nuestros hijos, con honradez y sin complejos, lo que los
españoles fuimos, lo que somos y lo que, en este lugar apasionante y formidable
pese a todo, podríamos ser si nos lo propusiéramos".
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