En
algún lugar de la sierra Calderona hay una pequeña pero esbelta montaña desde
cuya cima se contempla un extenso e impresionante paisaje al oeste, lo que
permite gozar desde allí de atardeceres de cuento.
Frecuento
esta cima y espero allí a la noche cuando puedo, pues el pueblo queda tan solo
a una hora larga, y me encanta caminar por el monte en la oscuridad, bajo las estrellas o
a la luz suave de la luna.
Además
tiene para mí aquel sitio connotaciones muy especiales. Pues bien, allí, en lo
alto, había un minúsculo cobertizo derruido. En la primavera pasada, con unos
amigos, decidimos reconstruirlo, y en su interior colocamos una cruz hecha con
dos tronquitos atados con esparto, muy abundante por allí.
¡Ya
veremos cuánto dura!, pensamos. Pero mira por donde, con gran alegría por mi
parte ha estado allí tal cual, hasta hace bien poco, porque el otro día, en una
escapadita que hice por la tarde, de esas imprevistas, vi cómo una parte de la
construcción se había desmoronado y la cruz ya no estaba.
Me dije,
ya había durado mucho; habrá venido por aquí algún “demócratatoleranteprogresista”,
y habrá hecho “justicia histórica” arrancando de la faz de la tierra tan
“ignominioso y caduco símbolo”… ¡Qué pena!
Pero
no. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí, pegadita al muro que queda en pie, y
sujeta con unas piedras, la cruz, la humilde cruz que pusimos! Se me escapó
una sonrisa, y me alegré un montón.
Regresé
contento, contemplando las últimas luces del día apagándose a poniente mientras el
cielo iba llenándose poco a poco de estrellas; y pensando en volver lo antes
posible, con tiempo para reconstruir el cobertizo y volver a poner allí la
cruz.
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