El sol poniente dora la cara oeste del Pico Hierbas. Poco después tuve el encuentro. |
Fue ayer por la tarde. Salí a dar una vuelta por la
sierra de Chiva y cuando al atardecer ya regresaba al pueblo, me paré un
momento a coger unas piñas para hacer unos motivos decorativos para las
Navidades.
Entonces vi como a tres metros escasos de mí,
plantado en el medio del camino, había un zorro que me miraba atento, inmóvil.
Yo me quedé también quieto. No se fue. No se movió. Era grande y llegué a temer
fugazmente que me atacara.
Pero no. Allí nos quedamos los dos, cara a cara, mirándonos a
los ojos, bajo un cielo impecable, en el silencio del monte iluminado por las
últimas luces de un atardecer frío y sereno.
Fue un momento largo, de esos en los que me gusta verme
desde fuera, contemplar la escena como si yo fuera otro, y me pareció un cuadro
precioso. Vi dos siluetas solitarias, frente a frente, en medio de aquel altiplano, recortadas
contra un cielo rosa y malva.
Y el bicho seguía sin moverse. Y yo tampoco. Llegué a
pensar que era una figurita que alguien había puesto allí, para hacer bonito…Al
fin fui yo quien me moví para intentar sacar la cámara de fotos y entonces, con
mucha calma y sosiego, se dio la vuelta y se alejó por el camino hacia el
crepúsculo. Me quedé contemplándolo hasta que se perdió a lo lejos.
Luego, de regreso a casa, aún no había nadie, me sorprendió
un gorrión que estaba posado sobre la lámpara del comedor. No se ni cómo ni
cuando había entrado. Apagué todas las luces, le abrí la puerta del patio y el
pajarillo salió a la luz suave de la noche fría que ya empezaba a nublarse.
Me gustaron los encuentros de este martes por la
tarde. Me recordaron, aunque no hace falta que me lo recuerden, que la
naturaleza está ahí. Sí, está ahí aunque nuestro mundo esté cada vez más lejos de ella.
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